Según datos recientes de Oxfam Internacional, el 1% más rico del mundo ha acaparado casi dos terceras partes de la riqueza que se ha generado desde el año 2000[1]. En abstracto, estos números tal vez sean demasiado crudos y difíciles de encarnar, pero se vislumbra un desequilibrio enorme y, sobre todo, una tendencia a la desigualdad que va in crescendo. No obstante, en este contexto parece nacer una nueva esperanza: los ricos (algunos de ellos) quieren pagar más impuestos.
Desde mediados del siglo XX hasta la actualidad, la tendencia mundial en lo que a materia fiscal se refiere ha sido la de la bajada de impuestos, así como la creación y sofisticación de nuevas herramientas que permiten la elusión fiscal de las grandes fortunas y patrimonios. Pero como toda tendencia, esta tiene un origen y antes hubo otra de signo muy diferente. A modo de ejemplo, el contexto bélico de la Segunda Guerra Mundial propició incrementos muy significativos del Impuesto sobre la Renta en EEUU. Este impuesto, cuyo tramo más alto llegó a superar el 90%, se mantuvo alto durante muchos años, y aunque la tendencia decreciente se comenzó a dar con anterioridad, las bajadas bruscas de los tramos más altos comenzaron a partir de los años 80, con el advenimiento de un nuevo paradigma económico y político, lo que hoy en día denominamos como neoliberalismo y que fue prontamente representado en EEUU por Ronald Reagan y en Reino Unido por Margaret Thatcher.
A decir verdad, el Impuesto sobre la Renta, siendo como es muy importante, no es crucial para el argumento central de este texto, donde los protagonistas son principalmente los ultrarricos, que se ven afectados por estos tributos mucho más indirectamente (como empleadores), que no directamente (pues los ultrarricos no suelen ser trabajadores asalariados). Sin embargo, de nuevo se apunta a un síntoma de algo que cambia. La tendencia ya comienza a marcarse de forma nítida: los impuestos van a la baja.
En todo caso, que los impuestos vayan a la baja puede que no nos parezca algo necesariamente malo. Al fin y al cabo, ¿a quién le puede gustar pagar impuestos? Sin embargo, no voy a pedir a quién lee estas palabras que suscriba una noción de justicia social y de redistribución de la riqueza. Efectivamente, los impuestos son pensados para sufragar los costes de mantenimiento del Estado y pueden diseñarse pensando también en cierta idea de redistribución de la riqueza (aunque esta segunda condición no parece cumplirse en muchos modelos, y por ello parece estructuralmente menos necesaria, que no menos importante). Pero como decía, hay otra dimensión que discurre en paralelo y que suele ocupar menos nuestra atención: la influencia.
La influencia debe ser entendida en este texto como una forma de manifestación del poder. La desigualdad económica no es solo un problema ético. El crecimiento de la desigualdad implica el aumento del desequilibrio de poder como influencia entre los diferentes componentes de una sociedad.
En este sentido, el problema de los ultrarricos es la punta del iceberg, sí, pero una punta muy afilada y, por lo tanto, muy peligrosa. Pensemos, por ejemplo, que el patrimonio estimado (principalmente en acciones) de la persona actualmente más rica del mundo, Elon Musk, es de más de 200.000 millones de dólares (y los que le siguen en la lista de Forbes pasan con creces los 100.000 millones de dólares). Es muy difícil poner en perspectiva cantidades tan exorbitantes de dinero, pero intentemos ponernos en situación: esta cantidad es un poco superior al PIB de un país como Marruecos… y aproximadamente unas cinco veces el PIB de la República Democrática del Congo.
A propósito de la República Democrática del Congo, allí hay grandes reservas de cobalto, un mineral estratégico necesario para muchos dispositivos electrónicos que utilizamos diariamente. Y precisamente hace pocos días se filtraba un vídeo en el que se veían las condiciones lamentables de hacinamiento en las que los trabajadores extraen el Cobalto de las minas de este país africano. ¿Se entiende por dónde voy?
El problema de pensar que no se debe hacer nada por limitar la desigualdad en la era dorada de un capitalismo cada vez más tecnológico pero, también, cada vez más especulativo, no es solo que hay cada vez más diferencia económica entre ricos y pobres, sino que hay diferencias cada vez más pronunciadas en la forma de poder vivir una vida humana. Si alguien amasa fortuna suficiente puede no solo comprar bienes, sino cambiar a su antojo legislaciones y, por lo tanto, vulnerar derechos laborales, destruir el medioambiente, etc. Y esto es un problema de poder. Porque sí: tener mucho dinero significa influir mucho, y eso significa tener mucho poder, un poder que se sustrae a quién queda a su merced.
Por lo tanto, dejemos de poner atención a las cartas de quiénes dicen querer pagar más impuestos y pongamos el foco en los problemas generados por el hecho de que esto no sea efectivamente así. Narremos la fábula de los ricos que amaban los impuestos, hasta que no tengamos que hacerlo, hasta que no todo se pueda comprar.
[1]https://www.oxfam.org/es/notas-prensa/el-1-mas-rico-acumula-casi-el-doble-de-riqueza-que-el-resto-de-la-poblacion-mundial-en