Siempre he pensado que el oficio de payés está lleno de incertidumbres: si habrá suficiente agua y a tiempo, si caerá granizo en un mal momento, si las plagas afectarán a las cosechas, si se encarecerán los abonos y los productos fitosanitarios, si los gobiernos inventarán una nueva ley o directiva que acabe de complicar más las cosas, si un nuevo acuerdo comercial de la UE impulsará una bajada de precios con productos de peor calidad, si los hijos querrán continuar con el oficio de los padres, si un urbanismo desmedido o una transición energética mal planeada reducirá las superficies de cultivo… Y ahora se le añade una nueva amenaza: el cambio climático, que altera patrones tan importantes por las plantas como las lluvias y las temperaturas.
Después de tanto trabajo y sufrimiento, el precio de su producto no lo fija el payés sino el mercado, a veces por mecanismos oscuros, a través de grandes cadenas que imponen su poder de compra y también de las cooperativas. Y, si tenemos que hacer caso lo que nos dicen, se ven obligados a vender por debajo del precio de coste (pese a existir una ley que lo prohíbe) y el futuro parece negro. Cada vez hay menos gente haciendo de payés y la contribución de la agricultura y ganadería en el PIB de Cataluña no hace más que bajar, en un proceso paralelo al de la pesca.
La aportación de la payesía es mucho más que darnos alimento, por importante que sea esto. Con su trabajo mantienen un paisaje ordenado y bello, que hace que los urbanitas podamos ir a contemplarlo con admiración (por ejemplo, durante la floración de los árboles frutales en Lleida o las praderas amarillas de los campos de colza, en el Empordà). Los campos son verdaderos cortafuegos en caso de incendio forestal, sobre todo los viñedos que están verdes en el momento de mayor peligro, con presencia de gente cercana. Aseguran el patrimonio cultural y monumental, que se pierde irremediablemente cuando el país se vacía, manteniendo a raya la invasión de los bosques. Por último, son un importante sumidero para los gases de efecto invernadero.
También es cierto que algunas prácticas agrícolas y ganaderas tienen efectos negativos. Más allá de que un campo de cultivo implique siempre una deforestación en un determinado momento, las aguas freáticas han sido contaminadas por purines producidos en la cría intensiva de ganado; el uso masivo de insecticidas y plaguicidas han reducido la abundancia de polinizadores (sobre todo abejas), utilizamos antibióticos muy por encima de la necesidad, el agua de riego (que supone un 70% del consumo del agua en Cataluña) es una fuerte competidora por otros usos, y se nota en situación de sequía; los campos reducen la biodiversidad a causa del predominio de determinadas especies. No siempre los trabajadores agrícolas han sido debidamente remunerados ni tampoco acogidos en los momentos de temporalidad en el trabajo.
Pero cuando los agricultores de toda Europa se enciende, significa que algo no funciona bien. Personalmente, las imágenes de los tractores por la Diagonal de Barcelona me impactaron, porque detrás de esta marcha (más allá de las molestias a otros ciudadanos) hay un esfuerzo importante por conducir sus trastos desde lugares lejanos, dejando familia y trabajo, con una convocatoria mayoritaria al margen de los sindicatos oficiales. Algunos de los carteles decían que sin ellos vamos a sufrir hambre. No estoy demasiado seguro de esto en un mundo globalizado, pero sí estoy convencido de que cuando dicen “¡ya basta!!”, tienen toda la razón. Y la protesta debería hacer reflexionar a todos aquellos que dictan el destino de la agricultura y de la ganadería desde sus despachos, quizás sin nunca salir a los campos, de que es necesario cambiar determinadas políticas, económicas pero también ambientales.
El recibimiento del Presidente de la Generalitat y de su conseller Mascort a algunos representantes de los payeses, diciendo que dentro de diez o quince días volverían a hablar, me parece un resultado muy escaso para tantos esfuerzos, desde la prepotencia que supone saber que difícilmente se podrá volver a repetir una manifestación como ésta a corto plazo, todo parece un engaño para salir del paso. Temo mucho, y ojalá me equivocara, que un político incapaz de resolver el tema de la sequía sea capaz de resolver los problemas del campo.
Mientrastanto, qué podemos hacer los urbanitas para ayudar a los payeses? En primer lugar, emplear nuestro poder de compra, obligando a las grandes superficies a pagar de forma justa los alimentos. También que las subvenciones sean adecuadas para mejorar las infraestructuras y los sistemas de riego en vez de ser simplemente un negocio para los grandes latifundios. Evitar hacer la transición energética a expensas de los campos de cultivo, y que los decretos de sequía respeten los riegos necesarios, no sólo para mantener los árboles sino también para la producción. Quizá sea un objetivo demasiado ambicioso para unos simples ciudadanos, pero también tenemos el poder del voto para obligar a nuestros políticos, que sí pueden, que lo hagan.
Y, después, los pequeños gestos: consumir productos de temporada (no querer comer cerezas en Navidad y naranjas en julio), fijarnos en el origen de los productos y consumir preferentemente los de nuestro país (lo que ahora se llama km. 0 ), hacer la elección más por la calidad que por el precio, está atento a las garantías sanitarias de los productos que compramos, evitar realizar la transición energética a costa de los campos de cultivo, etc.
La lucha va de devolver la justicia al campo. Porque en el fondo se trata de eso, nada más, pero tampoco menos.