
Levanto la mano porque sí, soy una de esas personas a las que, cuando se divisa entre el paisaje una injusticia, la sangre le da un tirón y me avalanzo cual Agustina de Aragón a por la mecha. Como alguien no le ceda el sitio a una anciana o a una embarazada en el metro pongo el grito en el cielo y si hace falta levanto al insensible de turno —que, en mi experiencia, siempre ha sido un hombre— con un tirón de brazo.
Cuando la embarazada era yo, sin embargo, en alguna ocasión me quedé de pie. Me llevó un tiempo entender que no es que de repente me entrara una timidez atroz, sino que empezaba a cargar cada vez con más responsabilidades, emociones y pensamientos circulares como para estar defendiendo la trinchera todo el tiempo. Muchas veces estaba cansada, pero seguía culpándome por no reivindicar lo justo cuando tenía lo contrario delante.
Hace unos días tuvimos tres accidentes domésticos seguidos que nos hicieron pasar por Urgencias tres veces en una semana. Al día siguiente de la última visita estábamos obviamente derrotados. Subimos a un autobús por la puerta delantera y una pareja no se apartó del pasillo para dejarnos pasar a la zona donde se puede aparcar el carrito —si no viene alguien en silla de ruedas, que si viene, que te jodan—. Yo tenía que haberles dicho algo pero estaba tan cansada, tan mentalmente agotada y tan harta que los miré, vi un hueco a mi izquierda y me senté sobre la estructura que salva la rueda del autobús. Tranquila. En paz.
Pero esa calma no iba a durar porque en la siguiente parada se subió una mujer que tardó tres segundos en decirme:
—Aquí, en el pasillo, no puedes estar.
—Ya, pero no me dejan pasar.
Yo solo quería llorar.
—Bueno, es que no puede ser, no es seguro.
Y empezó a gritarle a todo el mundo para que se apartaran y me dejaran pasar con el carrito.
—¿Ves? Es que tienes que decirles que te dejen pasar.
Esa frase, en ese momento, en ese preciso instante, me hizo estallar. Porque estaba muy cansada, mentalmente agotada y harta.
—Es increíble, ¡siempre es todo culpa de las madres!
Porque, una vez más, esa mujer, que podía haber sido cualquier otra persona, me señaló a mí, me culpó a mí, me responsabilizó a mí de la seguridad del autobús y de su comodidad. En vez de gritar a los seres incompetentes que taponaban el pasillo del autobús y añadir algo como “sois unos idiotas insensibles, quitaos de en medio y ayudad a esta mujer en lo que necesite”, puso en mí toda la carga.
Estoy absolutamente segura de que ocurrió así porque soy madre. ¿O alguien se imagina que le echen la bronca a una embarazada por no pedir que le cedan el asiento? No creo que esta mujer se pusiera a decirle a alguien en silla de ruedas que tiene que exigir que le dejen ocupar su lugar en el autobús. A las madres se nos puede decir de todo porque somos mujeres y seguro que no tenemos ni idea porque vamos atontadas con nuestras hormonas.
Ocupé mi lugar. Y me callé. Me limpié con la mano una lágrima silenciosa que me salió por el rabillo del ojo. Porque estoy cansada.
Las madres tenemos derecho a descansar y a hacer las cosas mal o hacerlas a medias. Tenemos derecho a no buscar la perfección siempre y en todo momento. Detrás de cada madre que le ha comprado un helado a su hijo, le ha dado un móvil o se ha quedado en medio del pasillo del autobús hay extenuación y una sociedad niñofóbica que quiere que nuestros hijos sonrían y no hagan ruido, coman fruta y se entretengan con el aire. Una sociedad preparada para apuntarte con su dedo acusador en el preciso instante en el que fallas. Y, sobre todo, una sociedad que no hace absolutamente nada para ponértelo fácil. No hay carteles en el autobús para obligarte a dejar pasar un carrito. No hay suficientes parques infantiles. No hay suficientes meses de baja maternal y paternal. Podría seguir hasta el infinito, pero es agotador.
¿Se lo podéis poner un poco más fácil a las madres, a vuestro alrededor? Es muy fácil. Con no juzgarlas o echarles más mierda encima, tenéis un muy buen primer paso. Estamos tan hartas que apreciaremos el mínimo gesto. Gracias.


