Hola. En esta ocasión pasearemos por los rincones que han propiciado este texto. El primero es berlinés. La semana pasada viajé por Alemania y, como siempre que salgo fuera, me apabullé ante la inmensidad del espacio urbano disponible.
Ello se debe a que la capital germánica tiene una densidad de población de cuatro mil habitantes por quilómetro cuadrado, cuatro veces menos que la barcelonesa, poco comentada al ponderarse la de l’Hospitalet de Llobregat, una de las mayores de Europa, a poca distancia de nuestra protagonista.
Esta cuestión, la dichosa densidad, debería estar en todas las agendas, pero se prefiere ampliar el aeropuerto del Prat mientras se vende la comedia de tomar medidas para rebajar el turismo.
Cuando vuelvo de mis periplos siempre se repite una sensación al pisar El Prat: puro agobio que se reproduce cuando desciendo del Aerobús y percibo una insensata aceleración. Durante muchos años la identifiqué con la personalidad condal. No me equivocaba, pues en las urbes esta se define a través de morfologías y disposiciones espaciales.

La de Barcelona queda marcada por esa concentración contraproducente de seres humanos, más preocupante en este último lustro, cuando la población ha aumentado en más de cien mil personas, lo que no despierta ninguna alarma ni atención mediática.
Reflexioné sobre todo esto, cuando, de repente, me hallé solo en una avenida berlinesa a menos de cien metros de Alexanderplatz. El contraste era bestial y me hizo retrotraerme a pocos días antes, una tarde de miércoles en la que fui a cenar al Bar Delicias para, a continuación, disfrutar de una bella caminata con muchas incidencias debidas a cómo el Ayuntamiento cree poder actuar de manera impune en lugares invisibles, por supuesto ubicados en la periferia.
Empecemos este segundo trecho. Con tanto calor no conviene subir, por lo que caracolee por el barrio, encontrándome informaciones más que sustanciosas. Varios carteles protestaban contra la idea de violar la virginidad del turó del Carmel para montar un parque que nadie del vecindario ha pedido. Este, asimismo, amenaza con cortar la calle para que los autobuses V19 y el mítico 24 no puedan completar su recorrido, todo muy El 47, pero sin simpáticas notas en prensa, quizá porque en esos avisos aparecen los rostros de Jaume Collboni y Janet Sanz, políticos de izquierdas sin interés por los márgenes, que les votan porque no hay nada más en el escaparate y por el horror de depositar la papeleta a opciones de derecha.

Más abajo el passatge de Sigüenza, invisible para Google Maps al seguir el recorrido del torrent del Paradís y hallarse hundido, será ruina. Las casitas hechas con las manos de los trabajadores irán al suelo y quizá también las diversas escaleras hacia la calle. El sitio, como los mal llamados bunkers del Carmel, debería remodelarse desde el respeto a su significación histórica, prescindible para las autoridades, como detecto en el 44 de la rambla del Carmel, donde un edificio, que siempre relacioné con un antiguo ateneo, será demolido para mayor gloria de las promociones inmobiliarias.

Cuando de la montaña pelada alcanzo Horta la situación tampoco es mucho más halagüeña. En el carrer d’Aiguafreda, hay unas vallas ilegales que los vecinos pusieron por miedo a ver rota su paz por el turismo de Instagram. A pocos metros, la baixada de Can Mateu perdió durante la Pandemia casitas bajas, reemplazadas por viviendas modernas que, en principio, debían ser sociales.
El estado de la cuestión tampoco progresa en Vilapicina. El carrer de Petrarca, que en estas páginas hemos descrito a fondo, ha perdido esta primavera el único vestigio de su reguero de fábricas dedicadas al adobe de pieles y otras actividades similares. Era el número 33, antes el 11 de Folch, no sabemos con qué se llenará el vacío. Espero y deseo una solución lógica y consecuente, es decir, dar más metros al parque dels Colors, cuyo nombre no aparece en ningún lado, otra queja común en esta Barcelona con placas de nomenclátor sin letras por esa epidemia de vocales y consonantes caídas.

Derribar por activa y por pasiva, amparados por la nocturnidad y la alevosía, es ley en esta legislatura, como lo fue en las de los Comuns en el Poder. Tanto en el Carmel como en Horta y Vilapicina, centrándonos en los hitos de la ruta, el patrimonio debe ser aniquilado para engendrar más verticalidades en pos de aumentar la densidad, favorecer la especulación inmobiliaria y anular la identidad plural que nace en los barrios y quieren exterminar desde los mismos.
La guinda, demasiado larga y ponzoñosa, se eleva a los altares del éxtasis demencial en los Guinardós, cuyo paradigma sería el conjunto del carrer Villar, más bien anónimo en medios pese a construirse en 1885, doce años antes de las Agregaciones, ergo un ejemplo único y a preservar que fue al suelo para dar la bienvenida a nuevos habitantes que perpetúen el bucle de vivir en mil cajas de sardinas vendidas como la panacea por mor de la marca BCN, indecente en su estela de promocionarse como si nada pasara y feliz por la pasividad ciudadana, no sólo achicharrada por la canícula, sino por un Capitalismo voraz que ha potenciado el individualismo hasta hacer quimérico el sueño de un tejido vecinal fuerte y reivindicativo, si bien esto ya se logró en 1979, cuando en las primeras elecciones municipales muchos líderes asociacionistas engrosaron las filas de las candidaturas del PSC y el PSUC.

Ante este panorama, y el desdén de la administración a la crítica constructiva, estas Barcelonas quedarán como una advertencia desatendida, en la línea favorita de los que nos gobiernan. Nadie moverá un dedo y menos recordará estas defunciones patrimoniales porque sin difusión de la pluralidad es como si no existieran, afianzándose la victoria de trabajar para lo privado cuando lo público, que es el interés general, debería prevalecer.


Catalunya Plural, 2024 