Lamentablemente, los escenarios más probables son muy pesimistas: fuegos cada vez más virulentos, más difíciles de apagar, con más efectos sociales (confinamientos, destrucción de bienes y, quizás, víctimas). ¿Cuál es la solución? Solo una: los fuegos de mañana tenemos que empezar a apagarlos hoy, con políticas a largo plazo que resultan poco atractivas para cualquier gobierno, porque suponen invertir sin ver resultados aparentes o inmediatos dentro de un ciclo electoral.

Para los urbanitas (la mayoría de nosotros), el bosque es un ente lejano, que visitamos solo de vez en cuando (quizás en otoño para buscar setas) y que se nos hace presente cuando los informativos se llenan de imágenes de bosques ardiendo, de bomberos y helicópteros arriba y abajo, de gente confinada y, en el peor de los casos, con casas destruidas y alguna víctima. Es decir, el bosque es un desconocido al que solo prestamos atención cuando ocurre alguna desgracia.

El bosque tiene unas peculiaridades que pocos conocen. Por ejemplo, a pesar de la ocupación manifiesta del territorio por un urbanismo expansivo, por todo tipo de infraestructuras y ahora también para instalar energías renovables, en Cataluña hay más superficie forestal que nunca. Entre 1990 y 2014, según un estudio del CREAF, la superficie total ha aumentado alrededor de un 10%, y también lo han hecho la densidad de pies por hectárea (24%) y la biomasa aérea total (73%). Tener más bosque parece algo positivo, pero no lo es: es un bosque con una estructura ineficaz para la captura de carbono, que está en exceso en la atmósfera (de hecho, la capacidad de sumidero ha disminuido un 17%) y, además, acumula mucho más combustible que nunca.

Las causas del aumento de los bosques son fáciles de identificar: el retroceso del sector primario con el abandono de la agricultura y ganadería extensivas, y también la falta de aprovechamiento forestal. El mercado, con sus leyes inexorables, hace que sea más barato importar de vete a saber dónde que producir y utilizar cerca.

Hay otra característica que se debe tener en cuenta: en Cataluña, un 75% de la superficie forestal es privada y, en cambio, los servicios ecosistémicos de los bosques deberían ser públicos. Por servicios de un ecosistema se entienden todos aquellos beneficios que aporta a la sociedad y que mejoran la salud, la economía y la calidad de vida de las personas. En el caso de los bosques, son fundamentalmente el paisaje, la captura de carbono, la prevención de la erosión y la pérdida de suelo biológico, además de los recursos económicos (madera, setas, etc.). Por tanto, es una contradicción que un bien público tan importante esté en manos privadas, aunque lamentablemente no es una excepción: lo mismo ocurre con el agua. Con la diferencia de que el agua es un negocio, y el bosque no.

Las causas por las que un bosque arde son fundamentalmente de dos tipos: naturales y provocadas por el ser humano. La meteorología es la más importante entre las primeras: la sequía, la temperatura, la humedad del aire, de dónde sopla el viento, la caída de rayos… En cuanto a las causas antrópicas, se identifican: el pirómano, la falta de mantenimiento de los bosques, la falta de recursos preventivos, pocos medios para apagar, políticas forestales tímidas (por decirlo suavemente) y la falta de planificación territorial para crear barreras y dificultades al fuego (organización en teselas de diferentes tipologías, por ejemplo, evitando grandes masas vegetales uniformes). También es necesario replantear algunas cuestiones técnicas, como los cortafuegos: el de Paüls ha cruzado el Ebro (¡87 años después de hacerlo el Ejército de la República!).

A todas las causas habituales provocadas por el ser humano, se suma una nueva y temible: el cambio climático, debido al uso masivo de combustibles fósiles y que parece no tener freno. Temperaturas extremas, ciclos naturales distorsionados, falta de lluvias, situaciones meteorológicas extremas. Esto se suma a la aparición de grandes pirocúmulos que retroalimentan todo el desastre. Por tanto, la tormenta perfecta se da cuando una falta de gestión forestal coincide con las nuevas condiciones derivadas del cambio climático. Y lo hemos comprobado en los recientes incendios. Por ejemplo, en el de la Segarra, donde la velocidad de propagación ha sido de una categoría nunca vista en nuestro país e imposible de apagar.

Lamentablemente, los escenarios más probables son muy pesimistas: fuegos cada vez más virulentos, más difíciles de apagar, con más efectos sociales (confinamientos, destrucción de bienes y quizás con víctimas). ¿Cuál es la solución? Solo una: los fuegos de mañana tenemos que empezar a apagarlos hoy, con políticas a largo plazo que resultan poco atractivas para cualquier gobierno, porque suponen invertir sin ver resultados aparentes o inmediatos dentro de un ciclo electoral. Es necesario gestionar los bosques, lo cual va mucho más allá de limpiarlos, potenciar el aprovechamiento de la madera, endurecer los controles y las sanciones, organizar el territorio de forma heterogénea e incluso quizás nos haga falta un cambio cultural: si hay un exceso de un determinado tipo de bosque, quizás no es tan grave que arda si se protegen las vidas, los bienes y los grandes paisajes.

Esta última frase, evidentemente, es provocadora, pero supone también una invitación a la reflexión de todos, al menos en términos de diversidad y eficacia como sumidero. Sea como sea, hay que plantearse qué haremos si se producen incendios de una categoría imposible de apagar. Y ya hemos tenido un anticipo.

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