Cuesta creer que alguien pueda presentar, con semblante serio, un presupuesto tan abiertamente regresivo, inverosímil y desequilibrado como el que ha propuesto Donald Trump en su campaña de retorno a la Casa Blanca. Pero aún más inquietante resulta constatar que no se trata de una extravagancia aislada, sino del síntoma de una forma de concebir la política pública que se ha extendido por buena parte de la extrema derecha occidental: elaborar presupuestos no como instrumentos de gestión racional y planificación económica, sino como manifiestos ideológicos revestidos de cifras manipuladas o directamente ficticias. En el caso de Trump, complementando las ya erráticas y arbitrarias políticas de aranceles, que aún no están claro como acabarán aplicándose.
Trump promete recortes drásticos del gasto federal, en especial en salud, educación, medio ambiente y programas sociales, al tiempo que propone ampliar el gasto militar y reducir impuestos a las grandes fortunas y corporaciones. Una ecuación aritméticamente insostenible que, sin embargo, se presenta como una panacea para el “crecimiento” y la “libertad”, ignorando la experiencia acumulada, las advertencias de los expertos y la más elemental evidencia empírica. Se plantea, por ejemplo, la eliminación de Medicaid para millones de personas sin ofrecer alternativa realista, y se da por hecho que las exenciones fiscales provocarán una explosión de ingresos vía efecto multiplicador, pese a que esa doctrina —la famosa trickle-down economics— ha sido desacreditada incluso por organismos como el FMI y la OCDE.
La pregunta inevitable es: ¿creen realmente en lo que proponen o simplemente utilizan el presupuesto como un ariete para demoler el Estado del bienestar? ¿Es estulticia, ignorancia deliberada, cinismo político o visceralidad ideológica? Probablemente, una mezcla de todo. En cualquier caso, lo que predomina es una lógica profundamente antitécnica, en la que las decisiones se toman no a partir de datos contrastados o evaluaciones de impacto, sino en base a prejuicios doctrinarios, dogmas neoliberales reciclados y consignas populistas.
La extrema derecha, en Estados Unidos y en otros lugares, parece haber renunciado a la complejidad. La realidad es vista como un obstáculo, no como un dato. Las cifras se moldean para reforzar narrativas identitarias, no para definir políticas públicas efectivas. Así, el gasto social es demonizado como despilfarro clientelar, los impuestos progresivos se presentan como castigo al éxito, y cualquier regulación ambiental o laboral es considerada un ataque a la “libertad” del mercado. Este relato, repetido hasta la saturación, acaba sustituyendo al análisis, y la ideología se disfraza de sentido común.
No estamos ante un debate clásico entre distintas escuelas económicas o visiones de país. Estamos ante una disolución del debate mismo, sustituido por un guion prefabricado, impermeable a la evidencia y blindado frente a la contradicción. Se invocan cifras infladas sobre fraude social, se minimiza la desigualdad como si fuera un invento progresista, y se promete un equilibrio presupuestario que mágicamente coexistiría con exenciones fiscales masivas y gasto militar desbordado. Cuando los organismos independientes advierten que estas propuestas son insostenibles, se les acusa de estar cooptados por la “élite globalista” o de formar parte de un “Estado profundo” al que hay que desmantelar.
El trumpismo económico —que encuentra eco en figuras como Milei o Abascal— no sólo es falaz, sino peligroso. Porque al socavar la legitimidad del conocimiento experto, mina las bases del gobierno racional. Y al construir un relato fiscal basado en emociones, agravia aún más la polarización. Ya no se discute cómo mejorar la eficiencia del gasto o cómo distribuir mejor los recursos, sino si el Estado mismo es legítimo. Y si el presupuesto —esa herramienta clave de toda política pública— se transforma en un panfleto ideológico, ya no es posible planificar nada: sólo imponer.
El peligro es evidente. Si las políticas públicas se diseñan desde la visceralidad o la impostura, no sólo se perjudica a los sectores más vulnerables, sino que se pone en riesgo la cohesión social y la estabilidad económica. La democracia misma se debilita cuando la mentira presupuestaria sustituye a la deliberación informada. No hay economía que aguante semejante delirio sin consecuencias. Y aunque, por desgracia, los impactos reales suelen tardar en llegar —y cuando lo hacen afectan a los más débiles— es tarea urgente desenmascarar la lógica tóxica de estos discursos antes de que se impongan de nuevo en el poder.
Como advertía John Maynard Keynes, “la dificultad no está tanto en desarrollar nuevas ideas como en escapar de las viejas”. Pero estas viejas ideas —que prometen libertad mientras siembran desigualdad y caos fiscal— no mueren solas: hay que confrontarlas con hechos, con razón y, sobre todo, con responsabilidad.


Catalunya Plural, 2024 
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