Es evidente que una pintura, un libro o una partitura no surgen de la nada y que, para comprender qué los motivaba, la biografía del autor ayuda a entender muchos pasajes, las fuentes de las preguntas más recurrentes que plantea y los silencios más elocuentes. Pero también es cierto que la solidez de una obra reside en su capacidad de explicarse por sí misma y en que, por sí sola, ofrezca una propuesta estética que no necesite de nada más para hacerse efectiva.

Por otro lado, a menudo el significado de un cuento, de un cuadro o de una sonata no lo conoce ni quien lo ha escrito. No recuerdo si fue Schubert, Schumann u otro compositor clásico, que cuando terminó de interpretar una pieza al piano en una sala pequeña, alguien del público le preguntó qué significado tenía, y su respuesta fue volver a tocarla desde el principio hasta el final. Como ha escrito Hanif Kureishi: “Si sabes lo que estás haciendo, no es arte”.

Un experimento que no suele hacerse es leer un libro sin saber el nombre del autor o la autora que lo ha escrito. Sería un buen ejercicio de imparcialidad. A menudo sabemos demasiadas cosas de los escritores antes de leer nada suyo. Empezamos las lecturas cargados de prejuicios, generalmente buenos prejuicios, si no, ni haríamos el esfuerzo…

Es un deseo legítimo de cualquiera que la excelencia de la obra de los artistas que más nos gustan se combine con lo que entendemos que debería ser la moralidad de su vida privada y la decencia de sus opiniones políticas. Pero ese anhelo, además de no poder cumplirse siempre, no debería perturbarnos en la apreciación que hagamos de su obra. De la pasada, de la presente y de la que vendrá. En este sentido, la película A Complete Unknown, de James Mangold, que hace poco ha podido verse en los cines, retrata al joven Bob Dylan en Nueva York, esforzándose por no ser encasillado como portavoz de ningún movimiento político, de ninguna generación ni de ningún estilo musical concreto. El artista en busca de su independencia para poder elegir y explorar libremente la pluralidad de voces que caben dentro de él.

Woody Allen me acompaña desde que, a finales de mi adolescencia, fui con unos amigos a ver Another Woman, en el desaparecido cine París del Portal de l’Àngel. He visto todas las películas que ha dirigido. Más allá de un puñado de obras maestras, algunas me han gustado más y otras menos. He leído entrevistas y algunos de sus libros. Pero para apreciar el cine de Woody Allen no he necesitado saber nada de su vida privada; me resulta absolutamente irrelevante.

Cuando Peter Handke compareció y habló en el entierro de Slobodan Milosevic, me dolió, pero no por ello procedí a quemar uno por uno los libros suyos que tengo en casa. De la noche a la mañana no pasaron de ser buenos a ser malos. Convertirse en traficante de armas no hizo que la poesía de Rimbaud perdiera ni una coma. Miró, a propósito de una serie de preguntas sobre Dalí, dijo que separado de ciertos valores humanos —los buenos, se entiende— el virtuosismo técnico se vuelve vacío. Personalmente, la relación de Dalí con el fascismo nunca hará que deje de pensar que el surrealista de Figueres era un genio absoluto.

No es solo que una obra de arte tenga la facultad de desprenderse de su autor. Es que autor y persona tampoco coinciden del todo. Las personas y el arte no estamos hechos de una sola pieza, de modo que las mismas razones que se aducen para separar autor y obra se pueden esgrimir para unirlos.

Rechazar la obra de un artista por sus pecados éticos o políticos es el moralismo sobre el que se edifica la cultura de la cancelación, practicada por los intolerantes. De una forma u otra, sutil o directa, censura y censores siempre los ha habido en la historia. Pero, afortunadamente, el arte siempre acaba esquivándolos o pasándoles por encima. Vive y sobrevive, no conoce otra forma de ser que la libertad, porque si no es libre, no es arte.

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