Cataluña crece. Lo dicen las cifras, los discursos, las memorias anuales y los PowerPoints institucionales. Nos encaminamos hacia los 8 millones de habitantes, y esto se presenta como un hito: más empleo, más PIB, más dinamismo. Pero este crecimiento, aunque es un hecho, plantea una pregunta de fondo: ¿quién recoge sus frutos?
Porque en paralelo a esta efervescencia estadística, casi 2 millones de personas —una de cada cuatro— viven en riesgo de pobreza o exclusión social. 468.000 son niños y niñas. Uno de cada tres menores del país vive por debajo del umbral de riesgo. El paro ha bajado, sí. Pero la pobreza se mantiene. Y ahí empieza la disonancia. No se trata de cuestionar el crecimiento demográfico ni tampoco la actividad económica, que son elementos positivos. Se trata de recordar que crecer como país no significa gran cosa si ese crecimiento no se redistribuye. Si una parte crece y otra se estanca —o retrocede—, no hablamos de progreso, sino de asimetría estructural. ¿Qué sentido tiene hablar de atractivo inversor, de ecosistemas de innovación, de sostenibilidad digital… mientras un tercio de la infancia vive en pobreza y casi la mitad de las familias con hijos tienen dificultades para mantener la vivienda?
Los datos están, pero el debate no siempre se formula con claridad. O queda encapsulado en un lenguaje tecnocrático, lleno de eufemismos y objetivos abstractos. Y es una lástima, porque la Cataluña de los 8 millones podría ser muchas cosas: podría ser un laboratorio de transformación ambiciosa y redistributiva, como de hecho ya insinuó la Oficina del Plan Piloto para la Renta Básica en la legislatura anterior. También podría apostar decididamente por la vivienda cooperativa, aprendiendo de experiencias como las de Austria o Basilea, donde el acceso a la vivienda no depende exclusivamente del mercado sino de políticas públicas estables y a largo plazo. En Cataluña hay proyectos incipientes que apuntan en esta dirección. Y, por tanto, un margen real de actuación.
Pero hace falta hacerse una pregunta honesta: ¿hasta cuándo podremos hablar de “sociedad del bienestar” mientras el 17,4 % de la población —con trabajo o sin él— vive en riesgo de pobreza? Según datos del Idescat, el 29,8 % de las personas que viven de alquiler en Cataluña se encuentran en riesgo de pobreza. Es una cifra que habla por sí sola: la capacidad de resistir el embate del mercado depende del punto de partida. Y el acceso a la vivienda, lejos de ser un derecho plenamente garantizado, sigue siendo una cuestión de capital acumulado y herencia familiar.
También llama la atención la tasa de pobreza entre las personas ocupadas: el 10 % de la población trabajadora está en riesgo. El empleo ya no es, por sí solo, una garantía de protección social. Para muchos hogares, es una condición de supervivencia frágil, incierta y, cada vez más, insuficiente. Este dato debería obligarnos a revisar el modelo productivo, las condiciones laborales y los salarios reales. Si miramos de cerca la infancia, el panorama sigue siendo preocupante. La tasa de riesgo de pobreza para menores de 16 años es del 34,7 %, según el Idescat. Una cifra que no solo supera la media general del país, sino que muestra una tendencia persistente. La pobreza infantil no es solo un indicador social: es una forma de transmisión de la desigualdad entre generaciones. Pero también es un ámbito en el que una buena política puede marcar una diferencia decisiva.
¿Hacia dónde va, entonces, la Cataluña de los 8 millones? Es evidente que tenemos retos estructurales pendientes, pero también tenemos herramientas, experiencias recientes y consensos sociales para poner la redistribución en el centro. Un país que crece no tiene por qué resignarse a normalizar sus desigualdades. Y quizá ahora sea exactamente el momento de decidir qué Cataluña queremos construir.


Catalunya Plural, 2024 