Mientras abría el Word para empezar a escribir las Barcelonas de esta semana recibo en el teléfono la noticia de un nuevo paro generalizado de Rodalies a causa de una incidencia en Sants, a buen seguro preciosa con su nuevo rostro, sin que sirva para nada si proseguimos como en este extraño presente.
Todo esto ocurre en verano, cuando muchos trenes, lo he vivido en primera persona, van sin luz, la mayoría llegan tarde y desde la centralita del servicio reconocen que no están capacitados para responder ni compensar los miles de quejas al estar desbordados.
Mientras tanto, en el Parlament se habla de lo positivo de ampliar el Aeropuerto del Prat sin pensar mucho ni en la sostenibilidad tan cacareada y mucho menos en la posibilidad de usar otras instalaciones similares para ampliar la conectividad de toda Catalunya, que bien enlazada sería sin duda un país menos macrocefálico y quizá se cumpliría la broma de Josep Pla en torno a un todo barcelonés, es decir, si usamos palabras de nuestro siglo, un área metropolitana que rebasara las dimensiones estipuladas sobre el papel.
Escribo todo esto tras un viaje a Marsella que será la base de mis palabras, a priori centradas en el transporte público. La ciudad francesa se halla a trescientos cincuenta quilómetros de nuestra capital, tiene cuatro veces menos densidad poblacional y su renta per cápita no tiene tantas pretensiones ni se usa para eufóricas proclamas que desatienden la desigualdad real del tejido social.
Su fama ha sido durante siglos la de un gigante descabezado con taras derivadas de su célebre puerto, foco de prostitución y mala vida, desaparecida de ese entorno para potenciar un dinamismo comercial que es la antesala de una mejor cohesión entre zonas.
Lo curioso es cómo Le vieux port puede recordar mucho a nuestro Port Vell y no sólo por la coincidencia nominal. La diferencia estriba en su uso cotidiano, con las personas en sus aledaños gozándose las horas desde una pasmosa normalidad, mientras en esa frontera rara con la Barceloneta se aprecia un páramo de paso más allá de restaurantes y otros negocios más destinados a un público rico, donde la ciudadanía pincha poco y corta menos.

Por lo demás, en Marsella si algo se respira es autenticidad, pero no desde la postalita, sino desde una verdad, la de unos habitantes que en su centro histórico conviven en la diversidad sin aspavientos de ningún tipo. Desde el mar se abre la Canebière, avenida peatonal y para el tranvía que atraviesa el meollo libre de malos humos por la morfología urbana del sitio. Resulta un placer caminarla y apreciar la disposición del mobiliario urbano junto a la muestra del patrimonio, más visible por la pacificación del espacio.

Esto, lo sospecharán, podría emparentar todo este itinerario con ciertas calles barcelonesas vendidas por nuestros gobernantes como ejemplo mundial. Se nota su ausencia de viaje más allá de hacerse fotos, como si fueran representantes comerciales, seña de identidad de Salvador Illa y Jaume Collboni, muy aficionados al bussiness desde lo macro sin dedicar mucho tiempo a lo micro, de otro modo no se entenderían determinadas dinámicas condales, como inaugurar el parc de les Glòries y omitir la presencia de almacenes de chatarra entre lujosos edificios o las problemáticas, más sobresalientes en verano, de ver mayor miseria cerca de Sant Antoni, ideal en los renders informáticos y nulo en la Realidad porque tener una calle con muchas bodegas cool no basta para sanear tienes a una nada una frontera histórica, vecina a su pesar de centros de drogadicción no erradicados.

¿No hay de eso en Marsella? Sí, es habitual escuchar el sonido de la sirena de las fuerzas del orden desplazándose hacia periferias comparables a Bellvitge por la indecencia de bloques de pisos desarrollistas, pero el cambio, hasta cierto punto milagroso, se plasma en la diversificación de los distintos barrios de la centralidad para aumentar sus diversidades sin perder esencias.
Ello es muy visible en Le Panier, antes el terror de cualquiera y en la actualidad un acierto al combinar riqueza patrimonial, buena oferta gastronómica y ser un museo de arte urbano puro por respetar sus coordenadas, mutantes al no ser fijas y no depender de firmas mainstream para generar titulares prescindibles en prensa. No se trata de TvBoy ni otros nombres banalizados por querer danzar con el Poder, sino más bien de embellecer las paredes para reforzar la personalidad local, en la que, tal como comentaba hace escasos párrafos, lo auténtico prevalece desde un compromiso.

Este se detecta en otros parajes. Cerca del parque de Longchamp, cuya fuente de la cascada debió inspirar a la de la Ciutadella, hay un quiosco musical de antaño, hoy en día símbolo de la lucha por una vivienda digna. Lo ocupan personas sin techo y su protesta se desarrolla al lado de terrazas siempre atiborradas, no por turistas, sino por marselleses de cualquier raza, juntos y revueltos, lo que no excluye, es uno de los males del siglo, la amenaza electoral de derechas contrarias a minorías.
Etas transitan libres al caminar por este feudo sin miedo ni ataques de los herederos del Fascismo, a los que debemos designar de Extrema Derecha para ser consecuentes con la época, pues cada una tiene su léxico y usar vocablos antiguos tan a la ligera no ayuda a entenderlo.

De mientras, en Barcelona y Catalunya hay una ceguera generalizada que atenta contra la ciudadanía. Rodalies es un desastre y debería arreglarse por el bien común antes de arrancar esos proyectos que benefician a unos pocos, del Prat a grandes eventos vendidos como la panacea, cuando fuera nadie habla de nosotros de manera positiva al tildarse Barcelona como la prostituta turística de Occidente.
No les falta razón, y nuestra irrelevancia mediática en el exterior se invisibiliza, al igual que las problemáticas más acuciantes para los residentes. Se habla de vivienda pública mientras se aprovecha el estío para desahuciar en barrios, pero no pasa nada porque celebramos la Copa América y en 2026 vendrá el Tour.
¿No tendría más sentido cuidar la superficie desde lo pequeño para brindar mejoras reales no sólo publicitarias? Una opción, de otro modo no hablaría tanto de la urbe gala, sería meditar sobre cómo esos trescientos cincuenta quilómetros son una oportunidad de crear más Europa desde la sostenibilidad del tren, que debería ser el transporte de la centuria.

Fui a Marsella en avión al ser práctico, pero ese vuelo no debería existir si se formularan líneas europeas de alta velocidad sostenible. Marsella está más cerca de Madrid y en el imaginario colectivo, lastrado por el nacionalismo que genera provincianismo, parece situarse en el quinto pino, cuando es nuestra vecina europea con el don de permitirnos soñar con una unión mayor que genere nuevas conciencias. Es un sueño posible, sólo falta tener en los puestos de mando mentes menos cínicas y más dispuestas a trabajar para Europa desde las personas.


Catalunya Plural, 2024 