Es complicado poder seguir los altibajos del comportamiento de Trump; la verdad, tampoco me interesa demasiado, aunque estoy convencido de que todo esto no llevará a nada bueno. Cambiar el nombre del golfo de México, perseguir inmigrantes, encerrarlos en prisiones rodeadas de cocodrilos, apoyar a genocidas como Netanyahu, no detener lo que está pasando en Gaza, regañar al presidente de Ucrania en público, imponer gastos militares inasumibles para muchos países, querer quedarse con Groenlandia y, sobre todo, usar los aranceles como arma para conseguir sus caprichos, son tics que anuncian cuatro años complicados para todo el mundo. Menos mal que cada día que pasa es un día menos, triste consuelo que me hace retroceder a los días en que hacía el servicio militar obligatorio.

Hace pocos días, por tierras de Escocia, entre campos de golf y con prisas, se nos dice que la UE ha cerrado un acuerdo con Trump, in extremis, para librarse de unos aranceles del 30%. Es un acuerdo estrambótico, con una letra pequeña que todavía no se conoce del todo y que todos los implicados han celebrado como un éxito, tanto quien impone (Trump) como quien obedece (Ursula von der Leyen). Parece que evitar una guerra comercial puede justificar cualquier acuerdo, por malo que sea.

Me limitaré a opinar solo sobre uno de los puntos, aquel que obliga a Europa a comprar energía estadounidense por un valor de 750.000 millones de dólares. De entrada, es una cifra sorprendente: en 2024, el valor total de las exportaciones energéticas de Estados Unidos a la Unión Europea (incluyendo crudo, gas, carbón y productos refinados) fue de aproximadamente 65.000 millones de dólares. Para alcanzar los 250.000 millones anuales prometidos, habría que cuadruplicar la producción. Por otro lado, las importaciones de petróleo, carbón y gas a la UE sumaron 315.000 millones de euros en 2024: solo el 21% procedió de EE. UU. Por lo tanto, si se cumpliera el acuerdo, la dependencia energética de Europa con respecto a EE. UU. pasaría a ser del 80%, un cambio total de paradigma que supondría romper acuerdos con suministradores tradicionales.

Es decir, que ni EE. UU. tiene la capacidad para proporcionar a Europa tanta energía fósil ni parece que los veintisiete puedan consumirla. Es un acuerdo absolutamente quimérico.

Y aquí radica la gran contradicción: impulsar la compra de combustibles fósiles cuando, en teoría, los europeos tenemos el compromiso de alcanzar la neutralidad en carbono para el año 2050, no parece nada coherente. Es incluso absurdo acceder a tanta cantidad de combustibles fósiles cuando queremos sacar los coches de combustión de nuestras carreteras en cuatro días, cerrar las centrales nucleares, impulsar la transición energética, etc. ¿Qué haremos con tanta energía fósil?

Hay una segunda cuestión muy importante. Gran parte del gas licuado que llega desde EE. UU. procede del fracking, técnica de extracción que está prohibida en España. Si el cambio climático es un problema global y la atmósfera es única, pienso que el gas natural se fabrique en Utah u Oregón es indiferente para el calentamiento de la Tierra que si se produjera en Cantabria o León, donde parece que hay grandes reservas. El hecho de que el impacto sea lejos de casa no cambia el problema.

Con esto de las estadísticas de emisiones hay muchas trampas y también hipocresía. Efectivamente, las emisiones de gases de efecto invernadero en la UE han disminuido en los últimos años, pero ha sido sobre todo a base de trasladar la producción de cemento a Nigeria o del acero a Turquía, por poner solo dos ejemplos. Esto hace que las emisiones a escala global no solo no disminuyan, sino que incluso aumenten. Con los impactos asociados a la fracturación hidráulica ocurre algo parecido: no queremos generar aquí ese tipo de combustible, pero aceptamos importarlo de otro lugar. O bien, en España están prohibidas las prospecciones de productos petrolíferos y, en cambio, no nos importa usar el petróleo de los nuevos yacimientos que descubren otros países.

No vamos bien; estamos instalados en una política energética absolutamente errática, sometida a vaivenes políticos de corta duración. Por ejemplo, después de maldecir el uso del carbón, basta con que una guerra en Ucrania pueda comprometer el suministro energético para volver a poner en marcha centrales térmicas de carbón en Europa. Se quiere obligar a los ciudadanos a políticas estrictas (coche eléctrico, por ejemplo) cuando no hay voluntad para afrontar una transición energética valiente. Y un acuerdo tan importante con EE. UU. parece más basado en un consumo desmesurado de combustibles fósiles que en querer cumplir los compromisos adquiridos para impulsar las energías renovables.

Trump es Trump y parece que eso de la sostenibilidad le es completamente ajeno. El seguidismo de Europa es esperpéntico y desemboca en políticas hipócritas en relación con la energía.

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