La extrema derecha se alimenta del miedo, la precariedad y la expulsión de los barrios. En plena crisis habitacional, sus discursos del odio encuentran terreno fértil en redes sociales, entre jóvenes que no pueden emanciparse y familias trabajadoras atrapadas en precios de vivienda imposibles. No es casualidad: es consecuencia.
Un joven de 26 años, con trabajo parcial en la hostelería y sin posibilidad de independizarse. Una mujer sola, con dos menores, recibe un burofax de su fondo arrendador anunciando una subida del 40%. Una familia obrera que lleva toda la vida con su comercio en el barrio y lo tiene que cerrar por no poder pagar el alquiler mientras florecen pisos turísticos y negocios para ellos. Ninguna de estas personas tiene nada que ver con la extrema derecha, pero muchas están empezando a comprar su relato.
En España y en Europa, la vivienda se ha convertido en uno de los grandes ejes de desigualdad y desafección democrática. Y ese abandono, esa falta de horizonte, se está convirtiendo en uno de los principales aliados del avance ultra. No hablamos solo de elecciones: hablamos de imaginarios y esos imaginarios se están reconfigurando desde la precariedad y la desposesión.
Cada día se ejecutan en silencio más de noventa desahucios en España. La mayoría no salen en la tele ni se hacen virales. No hay cámaras, no hay trending topic. Son desahucios rutinarios, casi administrativos. Mientras tanto, vídeos donde un influencer ultra “denuncia” que “los de fuera reciben ayudas y tú no” superan las cuatrocientas mil visualizaciones en una tarde. No importa si es verdad o no, lo que importa es que encaja con una sensación compartida: abandono.
El discurso ultra no ha inventado la precariedad, lo que ha hecho es aprender a capitalizarla. Donde las instituciones ya no llegan, donde los partidos de izquierdas perdieron la calle, donde los sindicatos se desdibujan, hay un hueco y ese hueco no lo está llenando el feminismo, ni el ecologismo, ni el sindicalismo combativo. Lo está llenando la extrema derecha.
Durante décadas, tener un techo fue sinónimo de estabilidad. Hoy, es una batalla diaria. El acceso a la vivienda se ha convertido en un laberinto de obstáculos para millones de personas: alquileres disparados, desahucios invisibilizados, fondos de inversión que compran barrios enteros, bancos que se desentienden, gobiernos que legislan tarde y mal o directamente no legislan.
La crisis habitacional no es solo un problema económico: es una fractura democrática, la punta del iceberg. En los últimos diez años, el precio del alquiler ha crecido un 55%. El salario mínimo ha subido pero no alcanza para cubrir los costes de la vivienda y llenar el carro de la compra. Los barrios obreros se ven arrasados por la especulación y la turistificación. En ciudades como Madrid, Barcelona o Palma, miles de viviendas públicas fueron malvendidas a fondos vampíricos que hoy las gestionan como activos financieros. Mientras tanto, la vivienda pública apenas representa el 2,5% del total. Países como Austria o Países Bajos destinan entre el 30% y el 40%.
No es solo una crisis habitacional, es una fractura social que expulsa, fragmenta y precariza. Aquí, quien no puede pagar es desahuciado. Quien se queda, sobrevive y quién sobrevive, empieza a hacerse preguntas. ¿Por qué no tengo futuro? ¿Por qué no puedo independizarme aunque trabaje? ¿Por qué me echan del barrio donde crecí? ¿Por qué nadie hace nada? Si nadie responde, alguien responde por ti.
La extrema derecha no ha inventado el malestar, lo ha sabido interpretar. Mientras los grandes partidos dan la espalda a las clases populares, los discursos ultras ocupan ese vacío con mensajes sencillos, emocionales y falsamente “rebeldes”. El poder tener a alguien a quien culpar, el diferente, el pobre, el migrante, utilizar la identidad y el miedo como herramientas para responsabilizar a alguien que no soy yo de estas crisis. Es útil, porque es rápido y cómodo
En redes sociales como X, TikTok, Instagram o YouTube, perfiles de ideología ultra conectan con una juventud desencantada, precarizada y harta de no tener futuro. Usan memes, vídeos cortos, tono coloquial y una narrativa clara. La extrema derecha ha entendido que no necesita periódicos ni debates. Le basta con una cámara frontal, una frase sencilla, una música dramática de fondo y un enemigo bien definido. “La izquierda te abandonó”. “Los inmigrantes reciben ayudas, tú no”. “Los tuyos están en la calle, los menas tienen piso”, “si sales de casa te la ocupan”. Es mentira, pero es emocional. ¡Y funciona!.
El algoritmo no castiga el odio: lo premia y lo convierte en tendencia. No es un algoritmo neutro, está orquestado por CEOs y empresas a quienes les beneficia esta narrativa. Se viraliza lo que enfada, lo que simplifica, lo que divide. Mientras tanto, los discursos progresistas se muestran complejos, técnicos o institucionales. Llegan tarde. No emocionan. En vez de nombrar a los responsables —los fondos buitre, los bancos, las élites inmobiliarias— se diluyen en buenas intenciones o tecnocracia. Lo que debería ser pedagogía se convierte en condescendencia y en esa batalla por el relato, la extrema derecha va varios cuerpos por delante.
¿Por qué una persona trabajadora votaría a un partido que defiende a quienes lo explotan? La respuesta es incómoda: porque interpela. No es solo cuestión de manipulación: es resultado de una derrota política y cultural. La izquierda institucional ha perdido presencia en los barrios, en las calles, en los referentes cotidianos. Ya no representa ni ofrece horizontes a gran parte de las clases trabajadoras. En ese vacío, el discurso ultra entra como solución mágica. Nombra el malestar aunque lo atribuya a causas falsas, ofrece comunidad aunque sea una comunidad excluyente, da respuestas aunque sean autoritarias.
La crisis de la vivienda no es solo económica, es también una crisis de pertenencia, de identidad, de horizonte. Y cuando no hay horizonte, gana el que grita más fuerte. Porque cuando el malestar no encuentra una causa real, busca un chivo expiatorio. Y la ultraderecha lo ofrece envuelto en patriotismo.
En esa narrativa, los verdaderos responsables no existen. La paradoja es cruel: mientras la extrema derecha señala a los pobres como enemigos, los verdaderos responsables permanecen en la sombra, impunes. Nadie les llama por su nombre. Nadie les planta cara desde las instituciones. Blackstone, Cerberus, Lone Star, Apollo, Haya Real Estate, Caixabank, BBVA, Santander, La Sareb… no aparecen en sus discursos. No hay vídeos virales señalando a los fondos de inversión que poseen decenas de miles de viviendas. No hay escraches digitales a los bancos que desahucian. El odio necesita objetivos visibles y vulnerables: las personas migrantes, las familias pobres, las mujeres solas, las organizaciones sociales. Todo lo que cuestiona el orden se convierte en amenaza.
Pero hay resistencia. A menudo invisible, a veces agotada, pero viva. PAHs y sindicatos de vivienda que se organizan familia a familia, bloque a bloque, ciudadanía que se planta en la puerta de sus vecinas frente a comitivas judiciales y fuerzas del orden, colectivos que recuperan edificios vacíos o levantan cooperativas en cesión de uso. Movimientos y entidades sociales que rescatan y sostienen vidas donde el Estado llega con desahucios, con represión, con multas y sin soluciones. Es en el tejido comunitario donde se puede frenar la deriva autoritaria. No con moralismos, sino con acción. No con discursos desde arriba, sino con organización desde abajo.
Defender el derecho a la vivienda no es solo una cuestión social: es una urgencia democrática. Porque sin casa, no hay ciudadanía. Sin arraigo, no hay comunidad. Y sin comunidad, lo que queda es miedo. Y el miedo, si no se transforma en dignidad, se convierte en odio.
Quienes quieren parar el fascismo deben empezar por garantizar lo más básico: un techo. Pero también una voz, una red, una comunidad que no deje a nadie solo frente al algoritmo. Porque si no ocupamos ese espacio, lo ocupan ellos. No se combate el fascismo con tuits, titulares, ni con gestos simbólicos, se combate garantizando derechos. Se combate asegurando trabajo digno, vivienda, sanidad y educación pública, arraigo y comunidad.
La batalla por la vivienda no es solo social, es también cultural y política. En ella se juega no solo dónde vivimos, sino qué tipo de sociedad queremos construir. Defender el derecho a la vivienda no es solo una cuestión social: es una urgencia democrática. Porque sin casa, no hay ciudadanía. Sin arraigo, no hay comunidad. Y sin comunidad, lo que queda es miedo. Y el miedo, si no se transforma en dignidad, se convierte en odio.
Termino con una reinterpretación del poema “Primero vinieron…” de Martin Niemöller, un clásico del pensamiento antifascista:
Primero vinieron por las familias trabajadoras,
y dijimos que algo habían hecho mal.
Luego vinieron por las casas,
y nos pareció un problema ajeno.
Luego vinieron por los barrios,
y dijimos que era el mercado.
Luego vinieron por la juventud,
y pensamos que ya espabilaría.
Luego vinieron por la democracia,
y ya estábamos sin casa, sin barrio y sin voz.


Catalunya Plural, 2024 