La presidencia de Donald Trump representó uno de los fenómenos más paradoxales de la política internacional. Un hombre que se proclamaba el artífice de la “América First” se convirtió, en la práctica, en el principal facilitador de los designios de autócratas y rivales estratégicos. Es la fábula del rey desnudo llevada a la escala global ya que su poder era real en tanto sus seguidores lo creyeran, pero para los ojos entrenados de los estrategas en el tablero mundial, su vanidad lo volvía profundamente transparente y manipulable.

Mientras una parte del mundo se inclinaba ante él —a menudo en un acto de humillación calculada y consciente—, un puñado de líderes astutos aprendió a descifrar el código. Vladimir Putin, Benjamín Netanyahu, Xi Jinping y Mohammed bin Salmán comprendieron que la lógica de la “trumpolítica” exterior —una mezcla volátil de ignorancia factual, improvisación impulsiva y hambre narcisista de reconocimiento — no era una barrera, sino un terreno fértil. Su estrategia fue magistral en su simpleza: halagar al ego, concederle el espectáculo de la pompa y la ceremonia, y, tras la cortina de humo de las fotos y los elogios, avanzar decisivamente en sus agendas de poder territorial, influencia económica y control político interno. Ninguno de ellos necesita enfrentarlo abiertamente; basta con adularlo, dejarle su dosis de espectáculo y, en paralelo, consolidar sus posiciones geopolíticas.

Putin obtuvo vía libre para tejer su red de influencia en Ucrania y reafirmar el dominio energético ruso sobre Europa. Netanyahu capitalizó la distracción y el apoyo incondicional para profundizar la ocupación israelí, sabiendo que el respaldo de Washington, aunque caprichoso, sería un muro contra cualquier censura internacional significativa, Xi marca los tiempos en el Indo-Pacífico, jugando al desgaste mientras EE.UU. se obsesiona con tarifas y gestos teatrales. Soñando con un Premio Nobel de la Paz, Trump confundía una selfie sonriente en la frontera norcoreana con un legado histórico duradero. Mientras él perseguía el titular, ellos firmaban los decretos y movían las piezas militares.

El contraste más trágico de esta era no se vivió en Moscú o Jerusalén, sino en Europa. La Unión Europea, desorientada, se mostró incapaz de articular una respuesta coherente. Ursula von der Leyen, atrapada entre la defensa de los valores fundacionales de la UE y la pragmática necesidad de no provocar la ira del gigante americano, encarnó una parálisis vergonzante. Mientras, figuras como Mark Rutte en la OTAN optaron por seguir el guion de Washington de forma sumisa, sacrificando en el altar cualquier aspiración de autonomía estratégica europea. El resultado fue una Europa rezagada, irrelevante en los grandes debates, reducida a pronunciar discursos vacíos mientras otros redibujaban el mapa del poder.

En este vacío de liderazgo occidental, la constelación de aliados iliberales dentro del propio continente encontró su momento. Viktor Orbán en Hungría, Giorgia Meloni en Italia y la ascendente Marine Le Pen en Francia entendieron que un imperio en decadencia, obsesionado con sus dramas internos, abre espacios de maniobra. Ellos no necesitaban enfrentar a Trump sino más bien entendieron que había que emularlo, importar su retórica y aprovechar el clima de intimidación y nacionalismo para expandir su influencia y erosionar desde dentro el proyecto democrático europeo.

El escenario que se vislumbra es sombrío. Si los demócratas —tanto en Estados Unidos como en Europa— no despiertan de su letargo y no comprenden que la verdadera batalla no es contra un solo hombre, sino contra una maquinaria autoritaria bien engrasada que supo cómo usarlo, el mundo podría encaminarse hacia un punto de no retorno. La normalización de un orden global autoritario, donde la figura de Trump no sería más que el distractor perfecto para jugadores serios que, desde las sombras, reescriben las reglas del mundo a su imagen y semejanza. La fábula nos advierte que quien se niega a ver la realidad, aunque la tenga delante, es tan responsable del desastre como quien la manipula.

 

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