La promesa de la inteligencia artificial (IA) se ha vendido durante años como un paso hacia el ideal transhumanista: la superación de las limitaciones biológicas del ser humano mediante la tecnología. Silicon Valley, con su retórica mesiánica, ha presentado a la IA no solo como herramienta productiva, sino como catalizador de una nueva era en la que la fusión entre hombre y máquina ampliará nuestras capacidades cognitivas y resolverá, casi automáticamente, los grandes problemas de la humanidad. El relato es seductor: la máquina como espejo ampliado de la mente, como prótesis del porvenir. Sin embargo, lo que se esconde tras este discurso es un giro político e ideológico que desplaza las prioridades colectivas hacia la aceleración tecnológica, en detrimento de la redistribución de la riqueza, la lucha de clases o la emergencia climática.

La pieza que cierra el engranaje es el aceleracionismo. Esta corriente, alimentada por pensadores como Alex Williams o Nick Land, sostiene que el capitalismo tecnológico debe empujarse hasta sus últimas consecuencias: no frenarlo, sino acelerarlo, porque solo en esa velocidad exponencial puede encontrarse la salida a la parálisis histórica. En su versión contemporánea, el aceleracionismo ha dejado de ser un experimento intelectual para convertirse en práctica política implícita de gobiernos y corporaciones. La prioridad absoluta ya no es la cohesión social ni la sostenibilidad ambiental, sino la supremacía en la carrera global por la IA.

Un ejemplo ilustrativo lo encontramos en Estados Unidos. En enero de 2025, todavía bajo la administración Biden, la Casa Blanca emitió una orden ejecutiva para acelerar el despliegue de infraestructuras de inteligencia artificial, vinculando la competitividad tecnológica con la seguridad nacional. Meses más tarde, ya bajo Trump, la administración retomó esa prioridad bajo otro prisma, eliminando trabas regulatorias en nombre de la innovación. Más allá de las diferencias retóricas, lo significativo es la convergencia: tanto desde posiciones progresistas como conservadoras, la IA se entiende como cuestión estratégica de primer orden, por encima de debates sobre redistribución, regulación social o cambio climático.

Las cifras refuerzan esta deriva. Microsoft ha anunciado oficialmente que invertirá 80.000 millones de dólares en centros de datos para IA solo en 2025. Este esfuerzo ilustra la escala del fenómeno: la infraestructura tecnológica necesaria para sostener los modelos de IA no solo concentra poder económico en pocas manos, sino que también redefine prioridades presupuestarias y energéticas a escala planetaria. En contraste, las cifras que circulaban sobre inversiones específicas de Google o Amazon (25.000 y 30.000 millones respectivamente) no han podido verificarse en fuentes fiables. Lo que sí se confirma es que estas corporaciones, junto con Microsoft, lideran un gasto agregado que se cuenta en decenas de miles de millones y que reconfigura tanto el mercado energético como la política industrial global.

Las implicaciones son profundas. Según la Agencia Internacional de la Energía, los centros de datos —alimentados por la fiebre de la IA— podrían llegar a consumir en 2026 tanta electricidad como la que usa anualmente Japón. En paralelo, estudios de la Universidad de Cornell y el MIT advierten que el entrenamiento de grandes modelos de IA genera ya huellas de carbono comparables a las de la industria aeronáutica. Así, la promesa transhumanista de ampliar nuestras capacidades se encuentra con un límite material ineludible: el planeta.

Lo preocupante no es solo la escala, sino el marco ideológico que lo legitima. Si el discurso transhumanista construye la ilusión de que la IA es el próximo estadio evolutivo, el aceleracionismo proporciona la coartada política para relegar a segundo plano cualquier otra agenda. Bajo esta lógica, la justicia social, la redistribución de la riqueza o la mitigación del cambio climático se vuelven objetivos secundarios, postergables, subordinados al imperativo de no perder el tren tecnológico. La IA, presentada como medio para emancipar al ser humano, se convierte en fin en sí mismo: un dogma al que deben sacrificarse otras prioridades.

 

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