Antes de devolver las Barcelonas a la periferia, haremos un par de entregas más por el centro condal para abordar cuestiones políticas y culturales. Las primeras focalizarán nuestro paseo de hoy, en realidad más o menos estático, pues nuestro protagonista tiene tantos inputs que permite moverse sin desplazarse.
Esto se lo pueden permitir pocos, pero claro, si hablamos del obelisco del cruce entre el passeig de Gràcia y la Diagonal, sólo queda quitarse el sombrero ante su dilatada —y más bien ignorada— singladura desde su erección (oportunísimo vocablo) en 1936, con el fin de rendir homenaje a uno de los padres del republicanismo español: Francesc Pi i Margall, quien antes despertaba la admiración de nuestros abuelos, felices de ver cómo un monumento honraba su memoria en pleno meollo de la capital catalana.

Estatua de Ceres, hoy en Montjuic, con anterioridad donde se halla la plaça del Cinc d’Oros | Jordi Corominas

Las obras se iniciaron en 1934, y nuestro vertical protagonista fue coronado por la estatua de la República, hoy en día desplazada —tras penar décadas en un almacén— a la homónima plaça dels Nou Barris, junto al medallón que recuerda a uno de los más grandes pensadores del federalismo español. Pi i Margall también da nombre a una ágora y una calle que ejercen de frontera entre la Vila de Gràcia y los márgenes de Barcelona, pues más allá de ese punto la mayoría desconoce el nombre de los barrios y sus idiosincrasias.

Medallón de Pi i Margall en la plaça de la República | Jordi Corominas

Por lo tanto, y por repetirlo con intención, Pi i Margall no ha desaparecido del nomenclátor, pero sí ha sido marginado, sin el peso de antaño. El motivo: despolitizar la centralidad para convertirla en un decorado, y lograr que las calles del Eixample sean tan inofensivas como prescindibles.

La pirueta suprema de esta operación —vendida como una afrenta a la monarquía— llegó cuando los Comuns optaron por quitar el nombre de Juan Carlos I a la supuesta plaza del obelisco, para devolverle su nombre popular: el Cinc d’Oros, nombre que proviene de cómo, en su primera versión del siglo XX, Pere Falqués colocó una serie de farolas que sí creaban algo parecido a un punto de encuentro. Antes, en ese mismo emplazamiento, hubo una estatua de Ceres, muy molesta para el general Gaminde, apodado Bum Bum por los gracienses que padecieron en 1870 sus ansias de bombardear la rebeldía.

Estatua de Ceres, hoy en Montjuic, con anterioridad donde se halla la plaça del Cinc d’Or | Jordi Corominas

Las farolas —lo contamos el mes pasado— se recolocaron por obra y gracia de Pasqual Maragall en la avinguda Gaudí, integrándose en ese ambiente sin ningún arte de magia, más bien gracias a la potencia de no contar el origen del mobiliario urbano, con el fin de pervertirlo.

El obelisco es un lápiz anónimo pese a todas las tesituras vividas. Tras la Guerra, cuando desmontaron de su cima a la República, gritaba silente de jaqueca por culpa de tener a un aguilucho como sombrero. Era fantástico sólo por la reacción popular de llamarlo “el loro”, para así reírse de los vencedores, que terminaron por retirarlo para evitar más ridículos.

Con la muerte de Franco, muchos tomaron esa encrucijada —y con ella esos veintitrés metros de discordia— como epicentro de protesta hacia una verdadera metamorfosis. Sin embargo, fue una transición tímida en el nomenclátor, aún plagado de nombres bautizados durante la dictadura para suplantar a sus antecesores republicanos. No sabemos si esta pereza a la hora de mandarlos a la papelera de la Historia se debió a ese espíritu de reforma y no de ruptura con la época anterior.
Aun así, ningún gobierno del siglo XXI se ha planteado seriamente alterar esta parálisis, probablemente por un supremo desinterés y una ignorancia aún mayor.

Farolas de Pere Falqués, situadas en primera instancia en la plaça del Cinc d’Oros. | Jordi Corominas

El Cinc d’Oros —no está de más insistir en la denominación para que cuaje— es una de esas plazas que no puede cumplir con sus funciones. Se ha desaprovechado la oportunidad de repensarla estos últimos meses, justo cuando se ha cambiado el pavimento de los Jardinets de Gràcia.

Si se fijan, el obelisco es como una intersección entre el passeig y ese limbo culminado con Casa Fuster y la curva hacia Gran de Gràcia. Su condición de juntura entre estos hemisferios no es nada clara, principalmente a causa del tráfico motorizado.

A diferencia de lo que proponíamos hace dos semanas —peatonalizar el corazón del Eixample para descongestionarlo de malos humos y ejecutar una revolución no tan osada— aquí sería más bien cretino plantear una remoción total de coches y motos, porque la Diagonal es una línea recta imprescindible para la circulación. Pero, ojo, estamos justo donde el tranvía aún no tiene quien le escriba, con toda probabilidad por culpa del alcalde Collboni, lo que debería hacernos meditar sobre si tendría sentido —como parece que se hará en plaça d’Espanya— crear una cruz de aspa que permita el paso de peatones y habilite ese asfalto, para evitar que se muera de risa. Sería, además, una forma de dar a la ciudadanía acceso a una monumentalidad vetada desde hace décadas.

La casa del Forjador Balaciart en el carrer de Pi i Margall | Jordi Corominas

El obelisco, como todo su entorno, carece de cualquier trazo de memoria histórica, al omitir todo atisbo de pedagogía urbana. Se convierte así en el opuesto de su alba, cuando encarnaba una sobredosis de politización.

En más de una ocasión he escrito cómo los consistorios socialistas —y lo mismo hizo Ada Colau— prefieren dedicar espacios a iconos de la izquierda en barrios lejanísimos del centro: de Allende en el Carmel a Durruti detrás de Montjuïc.
Por su parte, el alcalde Trías tuvo auténtico pánico a que el passatge de la Canadenca, en el Poble-sec, diera ideas a los indignados de 2011, al estar en los terrenos de la famosa huelga de 1919.

Este miedo a dar conocimiento a los barceloneses sí debería ser motivo de rebelión. Podrían encabezarlo los concejales del Ayuntamiento mediante medidas que resignificaran con memoria todos los lugares que hoy carecen de ella, ante una desesperante inacción.

Si lo hicieran, comprobarían cómo nada raro acaecería por haber dado un paso de gigante hacia la dignificación de las calles, las cuales, con amnesia, son más pobres.
Tanto, que, de continuar con este deliberado olvido, quizá sería mejor mover el dichoso obelisco al Museu d’Història, para así allanar su emplazamiento y desmantelarlo al 100%, rindiéndonos sin traumas a la autopista de consumo, tan aceptada por la mayoría a tenor del silencio sobre su hegemonía.

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