Al fin podemos decir que La Vuelta a España es, ahora sí, el evento deportivo más interesante del momento. Y lo es gracias a las decenas de miles de personas cargadas con banderas palestinas que rompieron la burbuja de normalidad y vergüenza que permite a Israel Tech —un equipo israelí gestionado por el multimillonario sionista íntimo de Netanyahu, Sylvan Adams— utilizar el deporte como herramienta para blanquear el horror que el gobierno de Israel impone al pueblo palestino. La causa de Gaza, lejos de diluirse, parece haber tocado una fibra moral profunda en la sociedad española. Una fibra que, pese a la menor movilización de los últimos años, sigue ahí. Dormida, quizá, pero no extinguida.

En los últimos meses, España ha sido escenario de múltiples movilizaciones en apoyo a Gaza: desde la flotilla internacional que partió de Barcelona hasta concentraciones frente a embajadas, universidades y centros logísticos de empresas vinculadas con el suministro militar a Israel. Pero la protesta en Madrid tiene algo distinto. Marca un punto de inflexión. No tanto por su tamaño o radicalidad, sino por lo que revela: que, en un momento de aparente apatía política, la conciencia ciudadana sigue encontrando grietas por las que colarse. Tal vez, como diría el filósofo Herbert Marcuse, en ciertos momentos la indiferencia se rompe cuando lo político irrumpe en lo cotidiano, recordándonos que el acto de protestar es en sí mismo una afirmación de conciencia.

Desde el inicio del asedio a Gaza, España se ha situado como uno de los países más críticos dentro de la Unión Europea frente a la ofensiva israelí. Ese posicionamiento, que sin duda tiene un cierto valor en el contexto europeo, no ha sido gratuito ni espontáneo: ha sido fruto de una presión social sostenida que, durante meses, ha empujado al gobierno de Pedro Sánchez a adoptar medidas que difícilmente habría tomado por iniciativa propia. A lo largo de este tiempo, el Ejecutivo ha exigido un alto el fuego inmediato y duradero, ha impulsado el reconocimiento oficial del Estado palestino junto a otros países europeos y ha promovido propuestas diplomáticas en Naciones Unidas.

La decisión más contundente, sin embargo, ha llegado muy recientemente: el anuncio de un real decreto ley para legalizar el embargo de armas a Israel y cerrar el espacio aéreo y portuario español al tránsito de material militar destinado a sus fuerzas armadas. Una medida de gran calado que llega tarde, después de meses de declaraciones ambiguas, exportaciones encubiertas bajo licencias anteriores y promesas incumplidas. Y que solo ha sido posible —o políticamente inevitable— gracias a la persistencia de quienes, como en la protesta de la Vuelta, han mantenido viva la denuncia del genocidio en Gaza y han obligado al poder institucional a no mirar hacia otro lado.

Y quizás lo más bonito es que también hay algo intergeneracional en juego. Había jóvenes, familias, ciclistas que bajaban de la bici para sumarse. Gente que probablemente no se define a sí misma como militante, pero que ha decidido que hay momentos en los que no basta con mirar. Y que, si el Estado español no actúa con la contundencia que requiere la situación en Gaza, al menos su ciudadanía puede dejar claro que no todo vale. Que no se puede seguir pedaleando como si nada mientras mueren miles bajo las bombas.

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