El verano pasado estaba en pleno posparto, con las hormonas del revés. Había muchos momentos en los que, de repente, me preguntaba por qué me había parecido una buena idea ser madre. A veces quería salir corriendo, estar sola en una playa desierta. Otras, quería estar con mis amigas bebiendo cervezas y fumando cigarrillos uno tras otro sin mirar la hora. También hubo muchos momentos de felicidad brutal: mi hijo reía, nos echábamos la siesta pegados y le mojábamos los pies en la playa.

En esa montaña rusa había ataques externos para los que no estaba preparada. Por dentro sentía una cosa y la contraria, a veces incluso a la vez. Pero por fuera éramos la imagen patriarcal perfecta. Una pareja heterosexual blanca, con su carrito de bebé, paseando al atardecer. Para el mundo mainstream había alcanzado la perfección. Debía de ser suficiente. Pero no.

Un conocido del pueblo nos saludó y, después de constatar que estábamos sanos y alegres y que el bebé progresaba con sus cuatro meses, pronunció la siguiente pregunta: “¿y el segundo, qué? ¿para cuándo?” No, nunca es suficiente para el patriarcado. Ya lo sabía, pero en ese instante se volvió algo físico que podía palpar. Un muro al que mi incredulidad le resbalaba. Y yo, que siempre respondo a todo, suspiré y no supe añadir nada más.

Este verano volverá esa pregunta y lo hará con más intensidad. Volverán también a preguntarte por qué no tienes novio, la boda para cuándo, y no me extrañaría que si tienes dos hijos no te pregunten si, ya que estás, no te quieres lanzar a la familia numerosa. A mí todavía me asaltan la furia y la culpa, pero entre los sentimientos empiezo a vislumbrar qué quieren decir estas preguntas.

Mucha gente quiere compartir lo que opina sobre la vida. No les importa tanto tu intimidad y no te preguntan para entender por qué haces lo que haces. Quieren convencerte de que hagas lo que ellos creen que es mejor para ti. Mejor que te eches novio, mejor que te cases y que no me dejes a ese hijo único por ahí suelto.

Volviendo a ese disparo del vecino del pueblo que nos preguntó por un segundo hijo cuando aún podía sentir cada punto de la cesárea, pensé que mi respuesta fue correcta. No, no tengo que contestar. Esa norma de cortesía que nos hace responder a todo lo que nos pregunta me la paso por el mismo arco por la que quien pregunta se pasa el respeto a mi salud mental.

Aunque me encantaría, no siempre me sale algo tan radical y liberador. La otra opción es respirar un momento y pensar si quiero contestar a la preguntita incómoda y cuánto grado de intimidad quiero compartir. Yo me repito que no tengo por qué contestar y así me siento más preparada para soltar, entre risas irónicas, un “mejor hablamos de otra cosa” o el siempre bonito y para todos los gustos “pasapalabra”.

Leyendo la sección de bienestar del New York Times al respecto, una doctora recomendaba contestar, en tono neutral: “Gracias por tu preocupación, la aprecio. Estoy bien”. La respuesta me parece digna de la mejor diva, pero no la veo yo en el contexto patrio del pueblo, o puede que yo no haya llegado aún hasta ese punto revolucionario. Me gusta esa aspiración, pero una tiene que elegir sus batallas y no estamos para añadir más presión a las respuestas, sino para dar opciones.

Otra cosa es la tía María Antonia, que te hace la misma pregunta cada verano y cada cena de Navidad. Y que además emite su opinión —”qué va a hacer este chico tan solo” o “te vas a quedar sola y para vestir santos como yo”— antes de tu respuesta. Coge aire, suéltalo despacio y encuentra la manera de poner a esa mujer en su sitio de una vez. No te mereces la ansiedad de verla venir cada vez que os tenéis que juntar y no se merece tener ese poder sobre ti.

Una buena opción para cruzar al lado de la paz mental: “tía, es un tema muy sensible para mí. Si quieres hablamos de eso tú y yo otro día con calma”. Me parece difícil, pero la pone en su sitio porque, si de verdad le interesa la respuesta, tendrá que buscar el espacio para ponerse a compartir sus opiniones más allá de la superficie y no tiene pinta de que sea algo que quiera hacer. O quizá sí, y de repente os hacéis íntimas compartiendo un secreto familiar que os hermana y hace cómplices hasta la eternidad ante cada succión de cabeza de gamba del tío Eustaquio en Navidad.

Si no puedes llegar hasta ahí, también puedes girar la pregunta y disparársela: ¿qué te hace preguntarme eso? ¿hay algo que te preocupa de mí? Y que se explique. Si es alguien que te quiere, acabará reflexionando. Y si no, probablemente se calle hasta el próximo encuentro familiar.

No siempre está disponible, pero el sentido del humor te puede ayudar si ya sabes que esa pregunta está al caer según le abres la puerta a la tía María Antonia. Sobre todo porque si acabas teniendo tres hijos, lo siguiente que te preguntará será: “¿pero cuándo vas a dejar de tener hijos?”

Las preguntas no se van a terminar nunca, pero que te hagan sentir mal sí se puede acabar. Si vuelves a sentirte mal, con rabia y culpa, y a contestar lo del año pasado, no pasa nada. Ya los frenarás, si te apetece, a la próxima. Pero, de verdad, no tienes que contestar ninguna pregunta. Respira. Este verano puede ser el mejor.

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