En su carta de despedida, el exfundador de Podemos y exportavoz de Sumar escribía, en un tono deliberadamente obtuso para camuflar la insuficiencia de su disculpa, que había llegado “al límite entre la persona y el personaje”; y habría llegado, según él mismo indicaba, porque la estructura heteropatriarcal y capitalista de la política devora a los más fuertes y corrompe a los de alma pura. Es cierto que la política es una trituradora de afectos; pocos lo dudan. Pero, ¿cuándo comenzó esta contradicción? ¿Qué pasaría si ese deseo secreto y profundo de llegar a ser el personaje que efectivamente ha llegado a ser fuera la misma razón por la cual Errejón se dedicó a la política?
Albert Pla dice a menudo, en el tono satírico e irónico que le caracteriza, que aquellos que de niños muestran su deseo político de representar al resto de compañeros deberían ver su comportamiento corregido de inmediato. El razonamiento de Pla es que el deseo de representar a la ciudadanía dice más sobre una voluntad de dominación que de empatía con el otro; que la verdad de ese deseo se viste formalmente de altruista, pero en realidad obedece a una ley interna profundamente egoísta y vanidosa. Es muy posible que Pla tenga razón.
Este es un circuito que parece repetirse sin fin y que es más acusado en el mundo de la izquierda, como ya expuso brillantemente Émile Zola en Germinal a través de Étienne, su protagonista. Escrita a finales del siglo XIX, cuenta la historia de un trabajador minero que, movido por las ideas socialistas que se expandían como la pólvora en el marco de la Primera Internacional Socialista, acaba convirtiéndose en líder de una revuelta minera en el norte de Francia. En el fondo, sin embargo, Étienne sueña con ser diputado en París y en poder (con)mover a las masas con sus discursos. Sueña con verse por encima de ellas, con hacerlas bailar a voluntad…
La izquierda apela al deseo de transformar el mundo para hacerlo más justo, y la principal manera que tiene de hacerlo es señalando las injusticias y luchando por revertirlas. Con discursos brillantes, Errejón se convirtió en una de las voces del pueblo, por el pueblo, para el pueblo. Puso en primera línea mediática temas tan importantes como la salud mental o la vivienda, y se convirtió en uno de los referentes de la izquierda, que idolatraba su inteligencia y capacidad expositiva. Pero el deseo de representar la voz del pueblo y encarnar la ilustración ocultaba una cínica realidad: el calor de las masas, la creación de una imagen pública referencial —el personaje—, no era más que un instrumento de legitimación externo al servicio de unas pulsiones internas que nada tenían que ver con la emancipación de las clases populares.
La corrupción de la derecha suele satisfacerse con bienes materiales, pero la corrupción de la izquierda bebe de la vanidad y del sentimiento de adulación provocado por la convicción de ser un referente moral para los demás. Errejón quería ser un amo que guiara a las bestias, pero no era más que un esclavo de sí mismo. En esto seguro que ha jugado un papel el entorno de la política, en tanto que trituradora de afectos. Pero no solo. También ha contribuido la dejadez de una concepción democrática que prefiere delegar las responsabilidades políticas en personas a las que se coloca en un pedestal. Y la política es demasiado importante para delegarla. Por algo somos ciudadanos y no súbditos, ¿no?
Ahora, Errejón deberá responder ante la justicia por sus actos. Pero es necesario que todos reflexionemos (principalmente los hombres, aunque no exclusivamente los hombres) sobre nuestras responsabilidades. Las individuales y las colectivas.


