Los datos recientes proporcionados por la Central de Resultados del Departamento de Salud nos dicen que el consumo de ansiolíticos sigue creciendo, al igual que la preocupación por la salud mental.
Aunque los trastornos del humor y del estado de ánimo no son, en la inmensa mayoría de los casos, catalogables como enfermedades, sino, en todo caso, malestares que ocasionan inquietudes y trastornos del sueño originados por circunstancias vitales desfavorables, con origen en el ámbito personal, familiar, laboral o económico. Estos malestares, sobre todo cuando se prolongan, generan demandas de consultas ordinarias y urgentes en el sistema sanitario, con una incidencia particular en el ámbito de la atención primaria y comunitaria.
Como es sabido, los medicamentos ansiolíticos, liderados por el grupo de las benzodiazepinas, pueden mejorar los síntomas del malestar mencionado, pero, como es obvio, no alteran las causas que los provocan. Por lo tanto, su beneficio real depende de que, mientras tanto, se solucionen esos problemas, los cuales deben ser afrontados si queremos que disminuyan o desaparezcan. De lo contrario, permanecerán enmascarados bajo el efecto sintomático de los medicamentos.
Medicamentos que, también es bien conocido, no están exentos de potenciales efectos adversos, no despreciables, como la tolerancia que generan, es decir, que es necesario aumentar la dosis para lograr el mismo efecto, y también la dependencia que convierte a los pacientes en adictos. Esto sin olvidar otras consecuencias negativas, como el incremento de la somnolencia diurna y la inestabilidad física, así como que pueden potenciar las interacciones con muchos otros medicamentos de consumo frecuente en la población o con el alcohol. Todo esto puede resultar en un aumento del riesgo de accidentes laborales y de tráfico o de otros problemas de salud.
De aquí que la situación recuerde la novela póstuma de John Kennedy Toole, premio Pulitzer de 1981 “The Confederacy of Dunces” –en español “La conjura de los necios”– porque parece como si los implicados se conjuraran para hacer el mal. Empezando por los profesionales sanitarios mismos que, a pesar de ser conocedores de los problemas ocasionados por estos fármacos, responden a las demandas de atención de sus pacientes tomando el atajo de la receta en lugar de afrontar las causas de los problemas.
La situación de deterioro de las consultas, especialmente de las de atención primaria y comunitaria, hace muchas veces imposible un abordaje adecuado de las demandas asistenciales, pero debería evitarse caer en un conformismo excesivo que, de rebote, también origina frustración y contribuye al “burn out” de los clínicos. Sin olvidar la responsabilidad de los planificadores y gestores sanitarios en el mantenimiento de la conspiración, impotentes o incapaces de generar estrategias efectivas para la corrección de los problemas organizativos y asistenciales. Ni la de los laboratorios farmacéuticos que obtienen importantes ganancias con la venta y consumo creciente de estos fármacos, aunque se trate de beneficios a corto plazo que tal vez no se mantengan si el sistema actual se vuelve inviable.
Un círculo vicioso que cierran los pacientes mismos que, en muchas ocasiones, prefieren confiar en la “solución” farmacológica de sus problemas en lugar de reflexionar sobre sus causas y las propias responsabilidades personales y colectivas en su desencadenamiento.
Nuestro sistema sanitario, en Cataluña y en otros países, invierte cantidades ingentes y cada vez mayores de recursos en poner “parches” a los problemas sin llegar a coger al toro por los cuernos. Participa de esta y otras conspiraciones de beneficiados, dilapidando esfuerzos de todo tipo, también económicos, mientras continúa inexorablemente el deterioro de los servicios de apoyo social, con especial virulencia en el ámbito sanitario y educativo.
Parece que ha llegado el momento de cambiar las prioridades de la acción política, de romper con la estrategia continuista de mantenimiento del viejo sistema y construir uno nuevo capaz de dar respuestas efectivas a las causas de los problemas y no solo o principalmente a los síntomas, como hacen los medicamentos ansiolíticos.
Tal vez sea una ingenuidad imaginar una confederación en la que todos los implicados ganaran. Que fomentara el enfrentamiento de los motivos de inquietud de una forma más genuina, medicalizando solo aquellas situaciones que generaran un beneficio auténtico. Que redujera, por tanto, la presión asistencial y contribuyera así a garantizar la viabilidad del sistema.
Sueños utópicos quizás. Porque tal vez la naturaleza del escorpión, que pueden ser todos y cada uno de los implicados –aunque los laboratorios tengan más números en la granja– impida cruzar satisfactoriamente el río.


