A pesar de todas las dificultades, el gobierno de Damasco había superado años de guerra gracias al apoyo militar y logístico de sus aliados. Rusia volcó todos los recursos necesarios para revivir un régimen que, en algunos momentos, agonizaba por la presión popular y de las milicias islamistas. Por su parte, Irán dedicó enormes recursos económicos y humanos para mantener viva la cadena que permitía extender la influencia de Teherán hasta el Mediterráneo, en una franja terrestre continua desde Irak hasta el Líbano que pasa por Damasco.
Sin embargo, el control del régimen sirio sobre el territorio siempre fue parcial y no llegó a dominar el reducto rebelde de Irbil, al norte del país. Esto permitió a los opositores convertir esta provincia en un banco de pruebas. Allí aprendieron a gestionar la administración, mientras establecían conversaciones con actores internacionales para asegurarse apoyos externos en caso de victoria de su causa.
En el ámbito interior, unificaron todas las facciones bajo un mando único liderado por el grupo Hayat Tahrir al-Sham, la organización heredera de Jabhat al-Nusra, la rama siriana de Al-Qaeda. En este sentido, han combinado eficazmente el diálogo y la persuasión con la amenaza y la represión sobre las voces disidentes. Respecto a la proyección externa, han trabajado durante casi una década para rehacer su imagen.
La transformación de Al-Julani
El paradigma de este proceso es el cambio de discurso y de aspecto de su líder, Mohammad al-Julani, quien pasó de ser uno de los principales dirigentes del Estado Islámico y de Al-Qaeda en la región a predicar un mensaje de convivencia y tolerancia entre las diversas comunidades religiosas que componen el mosaico social de Siria. El último estadio de la transformación ha sido el cambio del característico turbante que el dirigente islamista ha llevado durante todo el conflicto por el traje y corbata con los que ha aparecido en las últimas reuniones con políticos extranjeros. También ha cambiado el nombre de guerra por el de nacimiento y, desde que es jefe de estado de facto, se hace llamar Ahmed Xaraa.
Algunos medios extranjeros han colaborado en blanquear a Julani y lo han llegado a presentar como el hombre que personifica la solución intermedia entre la dictadura del partido Baaz y el terror del Estado Islámico. El primero fue la televisión de Catar Al-Jazira, por intereses de su país, que es uno de los financiadores de los rebeldes. Más adelante, se sumaron algunos extranjeros, como la BBC y la CNN, fascinados por aquel terrorista que ahora les hablaba de paz.
Paralelamente, en la otra línea del frente, el régimen de Siria malvivía castigado por el desgaste que le suponía la guerra a todos los niveles. El coste en vidas humanas había sido demasiado elevado. En cuanto a la economía, se dirigía hacia un pozo sin fondo. Las principales áreas de cultivo y petroleras estaban bajo el control kurdo de la Administración Autónoma del Norte y Este de Siria, tutelada por los Estados Unidos. Además, la pésima situación financiera acentuó la galopante corrupción, que en Siria lo corrompe todo. El proceso de descomposición se aceleró a partir del bloqueo económico de Washington, que agravó la situación hasta hacerla insostenible.
Una de las imágenes que mejor ilustra el contexto de esta precariedad es la situación de las tropas. En ciudades como Alepo, a pocos kilómetros del frente, los responsables militares, que cobraban de salario unos treinta euros al mes, enviaban a casa a los soldados para quedarse ellos con los ingresos de las tropas, de diez euros por cabeza. La corrupción, sumada a la crisis económica, convirtió al ejército sirio y, por extensión, al régimen de Damasco, en una fachada de cartón, débil y sin consistencia, desprovista de cualquier apoyo firme detrás. Por eso, cuando los rebeldes avanzaron hacia Alepo y, después, hacia Damasco y el resto del país, no encontraron oposición alguna.
Pacto de las potencias regionales
Cabe decir que la ofensiva y el éxito fulminante de los opositores no fue simplemente un fenómeno fruto de la improvisación, como nos pareció en un primer momento. El desenlace de la guerra había sido planeado en los despachos de las potencias regionales. Antes del asalto rebelde, los estados con intereses en Siria acordaron la salida del régimen del presidente Assad, que debía exiliarse, a cambio de que no hubiera represalias contra los partidarios del antiguo orden y de que Rusia pudiera mantener el control del puerto militar de Tartús y de la base aérea de Hmeimim, en la costa Mediterránea.
Catar, Arabia Saudita, Irak, Jordania y Egipto, con el visto bueno de Turquía, trasladaron la decisión a las partes y los acontecimientos se precipitaron. La cúpula militar siriana dejó vía libre a los milicianos islamistas de Idlib y el presidente Assad se exilió en Rusia. Por su parte, los hombres de Julani insistieron en que nadie debía temer por su integridad mientras tomaban el control de nuevas poblaciones.
El desgaste de los grandes aliados del régimen de Siria, Rusia e Irán, en sus propias guerras con Ucrania e Israel a través de Hezbolá, jugó un papel relevante en la debilidad de Damasco. A pesar de eso, Moscú y Teherán se ofrecieron en el último momento a socorrer al agonizante régimen de Assad, pero se dieron cuenta de inmediato de que los mismos sirios ya habían tirado la toalla y que ya se había tomado la decisión de la retirada.
El reto de incluir a las minorías
Siria navega ahora mismo en un mar de incertidumbres. Julani, que es el jefe de estado de facto, ha anunciado una nueva constitución inclusiva y elecciones democráticas para los próximos meses. Esto ha entusiasmado a gran parte de la sociedad siriana y a las potencias extranjeras. En cualquier caso, este programa se enfrenta a grandes retos. Para empezar, algunas de las facciones que apoyan a Julani no han luchado para imponer la democracia. De hecho, son enemigas de ella. Por eso, es probable que seamos testigos de un cierto grado de disputa entre las diversas sensibilidades islamistas para establecer el nivel de influencia del islam en la vida pública de la nueva Siria.
En cambio, las minorías religiosas y nacionales, que forman una cuarta parte de la población, viven bajo la contradicción de vivir, a la vez, con alegría y pánico la desaparición del régimen que ha llevado al país a la ruina. Dejan atrás una época de guerra abierta, penurias y sanciones internacionales que han estrangulado a Siria hasta el extremo, pero inician otra de gobierno islamista dirigido por un grupo de hombres que se formaron militar y ideológicamente en el odio característico del Estado Islámico y Al-Qaeda.
Sin embargo, no todas las minorías sirias se encuentran en la misma situación. Podemos separarlas en dos grupos. Por un lado, están las comunidades religiosas árabes que viven en el territorio controlado por Hayat Tahrir al-Sham de Julani, que se componen principalmente de chiíes alauitas, drusos y cristianos. Por otro lado, los kurdos, que se concentran en la región noreste del país, donde han creado una administración autónoma.

Los primeros están a la espera de la formación de un nuevo gobierno que ponga orden, devuelva la seguridad a las calles y les confirme si la nueva Siria les permitirá ser ciudadanos de primera, en igualdad de condiciones con los musulmanes sunnitas. No obstante, cada grupo vive la situación de forma diversa. Los alauitas son mayoría en la región costera. Esto les puede dar una sensación de seguridad que no pueden permitirse otros grupos étnicos. Esta es la misma situación que disfrutan los drusos, concentrados en el sur, sobre la frontera con Jordania. Además, esta zona está controlada por milicias rebeldes que no forman parte de los seguidores de Julani. En cambio, los cristianos, que no son mayoría en ninguna gran área del país, viven dispersos en aldeas y ciudades y se sienten bastante desprotegidos y desamparados.
En cuanto a los kurdos, quedan fuera de la autoridad de Hayat Tahrir al-Sham, pero se enfrentan a una gran amenaza. Actualmente, luchan contra una milicia llamada Ejército Nacional Sirio (ENS), un grupo bajo las órdenes de Turquía que tiene como objetivo desarticular la autonomía kurda. La lucha es feroz y, hasta ahora, los kurdos han podido resistir gracias al apoyo de los Estados Unidos. Pero todo puede cambiar si el flamante presidente Trump cumple su palabra de desentenderse de Siria y retira las tropas y el apoyo. Esto dejaría a los kurdos en inferioridad de condiciones frente al ENS y Turquía, que no parece tener ninguna intención de aflojar hasta desarticular la aventura confederal kurda.
Un proceso largo y difícil
El proceso de estabilización de Siria será largo y nada hace prever que será capaz de poner fin a los conflictos endémicos de la región. Muy probablemente, las minorías se sentirán amenazadas por el nuevo orden. Esto abre la puerta a una lenta, pero imparable emigración, especialmente de cristianos, como ocurrió en Irak tras la caída de la dictadura de Saddam Hussein, en 2003. Por su parte, los kurdos continuarán reclamando un autogobierno que Damasco no acepta y que Ankara no tolera. Habrá que ver qué capacidad tendrán para resistir la ofensiva militar actual y negociar el reconocimiento de sus derechos en la Siria post-Assad.
Mientras tanto, los islamistas en el poder se enfrentan al reto de convencer al pueblo sirio y a las potencias extranjeras de que han cambiado y de que harán un gobierno para todos. Les interesa generar un ambiente de confianza y concordia para poder pacificar y estabilizar el país. De hecho, no lo conseguirán si no suman a su proyecto a las minorías, así como a los musulmanes sunnitas que no desean vivir en un régimen islámico.
Tal vez los hombres de Julani no se crean del todo los discursos de tolerancia y democracia que les han ordenado predicar. De todos modos, deben hacerlo. Eso es lo que toca en este momento, aunque sea solo para evitar revueltas internas y generar simpatías externas que les permitan conseguir el imprescindible apoyo económico internacional para la reconstrucción de un país devastado por más de una década de guerra.


