A finales de los años noventa, cuando yo todavía era una niña convencida de que se podía cambiar el mundo, tenía colgado en mi habitación un retrato de Ernesto Che Guevara. En esa misma habitación a menudo sonaba una canción del mayo italiano cuyo estribillo decía: “Los héroes son todos jóvenes y bellos”.
Era muy fácil entonces sentirse parte de un movimiento más amplio cuyo objetivo principal era el de combinar, en un discurso efectivo y global, las muchas posibles alternativas al modelo económico capitalista. En aquellos tiempos nadie ponía en duda que una trasformación radical de la sociedad fuera algo deseable e incluso posible, y esa aspiración se encarnaba en las imágenes de combatientes jóvenes y atrevidos.
Apenas unos años nos separan de ese momento y, sin embargo, algunas transformaciones radicales se han efectivamente producido en las sociedades europeas, pero no las deseadas. A día de hoy resulta difícil incluso imaginarse un cambio sustancial en los modos de producción y los mismos movimientos sociales intentan con todas sus fuerzas no ahogarse en el mar infinito del pensamiento único.
Durante mi adolescencia solo los héroes eran jóvenes y bellos, mientras que los políticos que representaban las instituciones y el poder constituido tenían caras viejas y arrugadas, muchas veces desagradables y repulsivas. Los reyes solían ser ancianos señores poco respetables con un pasado sórdido a sus espaldas que se reflejaba en sus rostros; o por lo menos así nos parecía a algunos.
El filósofo Leo Strauss, un alemán de origen judío que se exilió a Estados Unidos antes de la Segunda Guerra Mundial, afirmaba que «solo la superficie de las cosas es la esencia de las cosas». Si miramos pues la superficie de la política actual en el intento de comprender su esencia nos encontramos con un desfile de caras nuevas, jóvenes y guapas.
Todo empezó con Albert Rivera, tan joven como para aparecer desnudo en una de las primeras campañas de su partido, para seguir con muchos de los nuevos líderes españoles y europeos. Hombres y mujeres treintañeros y atractivos cuyos rostros amables encarnan el canon estético de un estilo político acorde a los tiempos. Hasta el Rey de España ahora es un hombre todavía joven, alto y elegante cuya cara bonita a duras penas esconde, detrás de una barba a la última, sus ideales conservadores y sus inclinaciones autoritarias.
Si es verdad, como se ha afirmado por muchas partes, que la característica principal del neoliberalismo es la transformación del mercado en modelo para el resto de la sociedad, la nueva estética de la política no sería otra cosa que el resultado de semejante progresiva homologación.
Hecha a medida de una sociedad de consumo, cada vez más proyectada hacia un patético ideal de juventud eterna, la nueva política ofrece a sus a electores rostros suaves acordes con la restructuración forzada, pero llevada a cabo en tintas pastel, de esas redes sociales que un tiempo eran nuestras vidas y que ahora más que nunca se modelan, sin apenas resistencia, según los deseos del capital.
Surge entonces la duda de que el nuevo aspecto de la política sea más bien la máscara que cubre una esencia en realidad vieja y reaccionaria que, como el famoso Dorian Gray, se mantiene joven a costa de las energías de una sociedad exhausta y afeada por la crisis.
El mismo Rey, en el intento de maquillar su imagen, nos invita a entrar en su casa, enseñándonos al hombre detrás del monarca. Así, en el regalo que de forma tan generosa nos hace para su cumpleaños, vemos cómo le miman sus hijas rubias y su mujer con talla de modelo, mientras graba un discurso navideño tan brutalmente autoritario que apunta hacia una evidente pérdida de poder.
En efecto, muchas interpretaciones pueden darse de los acontecimientos catalanes, pero una de ellas es sin duda que una nación entera se ha levantado para que se constituyera una república. Algunos, frente a todo esto, no podemos dejar de preguntarnos cómo los nuevos políticos y hombres de Estado siguen esperando que no veamos, a pesar de sus operaciones estéticas, que el Rey está desnudo.