María Antonia y Montserrat son maestras. Son mujeres. Fueron alumnas, años atrás, cuando la dictadura franquista estaba en su máxima expresión: de aquellas aulas les queda un recuerdo “horroroso”, pero siguieron la estela de aquel juego simbólico que practicaban tantas niñas, que “se imaginaban a sí mismas como mamás o maestras”. Ambas sentaban a sus amigas del barrio en la acera y jugaban a enseñarles las lecciones. Poco a poco, mientras la dictadura iba quedando atrás, aquel juego se fue convirtiendo en su profesión. Pero su tránsito por una educación que tuvieron que reformar desde cero no fue fácil, al igual que tampoco lo fue la transición hacia la democracia.
María Antonia, maestra de infantil jubilada y miembro de la PAH y de la asociación de maestros RELLA, ríe sin complejos cuando se le pregunta por aquellos referentes positivos de las aulas en su infancia. “Ambas venimos de escuelas de monjas durante el franquismo y buenos recuerdos te aseguro que no tenemos”, exclama, hablando también en nombre de Montserrat, que fue maestra de infantil. Hablamos del principio de los años 50 y recuerdan “clases muy masificadas, obviamente sólo de niñas”. “Nos hacían ir a limpiar el aula y el patio los sábados y los domingos teníamos que ir a la capilla de la escuela a misa. Y si pasabas el fin de semana fuera tenías que llevar un justificante del cuidado del lugar donde hubieras estado, que corroborara que habías ido a misa “.
Montserrat explica que en aquella época todo estaba relacionado de alguna manera con la iglesia y, en su caso, fue en la escuela donde empezó a darse cuenta del clasismo que marcaba la sociedad. “Yo iba a las monjas de Sant Andreu. También había las de Caspe y las de Sant Gervasi. Y luego estaban las que se llamaban ‘las pobres’. La diferencia de clase nos marcaba dentro de la escuela: las ricas iban con uniforme entero, nosotros íbamos sólo con tirantes y las pobres no llevaban uniforme, eran las que limpiaban las clases, servían la comida… y todo ello sólo porque se les financiaba la educación. En aquella escuela nos dejaban muy claro quién era quién”.
Así, Montserrat da un repaso por sus años de escuela y afirma que sí aprendió muchas lecciones, pero lecciones que la hicieron entender que “nunca expondría a sus hijas a una educación como aquella”. Las diferencias marcadas entre niñas –”igual de niñas que las ricas”– se sumaron a la suspicacia que había en el centro respecto a las relaciones emocionales y fraternales que se establecían entre las alumnas: “Cuando tenías una amiga muy amiga te separaban de ella, no sea… “, recuerda.
Además, la educación del propio cuerpo, como el habla del catalán, era tema tabú. “Sólo decir que yo cuando era pequeña no sabía como bañarme. Las monjas me habían dicho que bajo ningún concepto podía tocarme y, a la hora de enjabonarme, no sabía cómo hacerlo”, recuerda Montserrat, ahora con una sonrisa en los labios. Ambas destacan el “sentimiento de culpa que tenían siempre”. “Te hacían sentir que habías hecho algo mal y que no eras lo suficientemente inteligente para estudiar”, rememora María Antonia. Aún así nunca dudaron de ser maestras. “Obviamente no por las monjas, yo quería ser maestra por mi abuelo, que lo mataron en la guerra”, explica Montserrat.
Los niños en la academia y las niñas a estudiar comercio
Estas dos maestras explican que la educación para las niñas se acababa pronto: “Mi hermana dejó de estudiar porque las monjas le dijeron que no servía, y mis padres le hicieron caso”, recuerda Montserrat. Para aquellas que continuaban, la opción era estudiar comercio para acabar ejerciendo de taquígrafa o secretaria. Pero tanto Montserrat como María Antonia sí pasaron al Bachillerato. “Aunque no era lo normal”, recuerdan. Si bien lograron superar esta primera barrera, ninguna de las dos finalizó a la primera; María Antonia lo dejó por un problema de salud de su padre y Montserrat porque “quería salir de la escuela como fuera”. “Recuerdo a mi padre llorando, porque quería que tuviéramos la educación que él no tuvo, pero yo quería trabajar”, dice.
Años después, ambas habiendo tenido ya un niño, volvieron a estudiar, no sin antes hacer una degustación del mundo laboral. Montserrat ejerció de secretaria a una oficina con gente que “no había leído nunca un libro, todo eran hombres que sólo sabían hablar de fútbol y prostitutas…”. María Antonia, por su parte, no se desvinculó demasiado de su objetivo final y trabajaba en Protección de Menores, ya que en aquella época “no era necesario tener el título para ejercer de docente”.
Así, ya entrada la década de los 70 volvieron a estudiar, Montserrat a tiempo completo y María Antonia compaginando trabajo y el Bachillerato nocturno. “Allí nos encontramos con muchas mujeres que también habían vuelto a estudiar de mayores: muchas habían estudiado comercio y otros volvieron a las aulas después de haber formado una familia. Casi todas teníamos hijos, nos casábamos tan temprano…”, rememora María Antonia.
Explican que con los chicos también era difícil, pero “más por la situación política y social, que por la educativa”. Y es que de los chicos se esperaba que estudiaran y a “los que valían, se les ayudaba”. En cambio, “en nosotras poca gente confiaba, teníamos otras tareas asignadas que no pasaban por el aula”, apunta Montserrat. Así, la pregunta: “¿No tienes nada mejor que hacer?”. Así se la formulaba a María Antonia su madre cuando la veía con un libro entre las manos, aunque ahora lo asalta. “Toda esta educación moralista que nos habían inculcado afloraba cuando querías rebelarte en las formas más escasas: ya fuera estudiar lo que quisieras, no casarte por la iglesia o dejar de ir a misa”, aqueja.
La Montserrat y María Antonia, dos maestras jubiladas que fueron alumnas durante franquismo y pasaron a reformar la educación en democracia | SANDRA VICENTE
En la adolescencia florece la semilla de la coeducación
María Antonia recuerda su juventud con una luz en los ojos que la transporta a sus tiernos 19 años, época en la que entró en el escoltismo, ya como monitora. “En ese momento me empecé a abrir y fue cuando empezamos a plantear la coeducación. Esta revolución educativa vino acompañada de una de personal, recuerda: “Empecé a salir con chicos, dejé de ir a misa… todo aquello que en casa no me dejaban hacer”.
Para Montserrat la juventud también fue época de revolución, pero para ella, de la mano de su compañero, que la sacó de la educación “simplista y sesgada que recibíamos en la escuela sin saberlo”. “Con él me empecé a relacionar con gente que había podido ir a la universidad, que tenían alas y que nos dieron ganas de luchar y nos hicieron ver que era importante y que lo podíamos reivindicar todo”.
Preguntadas por si se consideraban feministas en ese momento, ninguna de las dos tiene claro siquiera si lo son ahora: “Me gustaría serlo… aunque no sé hasta qué punto hablaría de feminismo. Sólo creo que debe haber igualdad. Hay muchas injusticias que no soporto, pero no sé si esto se llama feminismo”, apunta Montserrat. En cambio, María Antonia, enmarcada en su cabello de color lila afirma que “el modelo social de macho guapo que te había de ir detrás para que estuvieras contenta a mí no me gustaba. No sé si feminista, lo que sé es que yo mando en mi, compartiendo lo que quiera con quien quiera, pero siendo libre”.
La democracia, el momento de dar a luz todo un nuevo sistema educativo
María Antonia comenzó a ejercer en un centro de educación infantil aún en dictadura, época que recuerda “oscura, con todo lleno de mesas y sillas apretadas que no te dejaban atender a las criaturas”. Lo dejó por un tiempo y volvió a las aulas en democracia, con una única premisa: “No repetir nada de lo que yo había vivido en la escuela”. Entonces, habiendo dejado al dictador Francisco Franco atrás, tuvieron que pensar y “parir” la escuela desde cero. “Fueron maestros valientes quienes lucharon por una educación que fuera, simplemente, humana”, reivindica Montserrat.
Así, en esta cuarentena de años que nos separan de aquel momento se han hecho muchos cambios, “quizás incluso demasiado”, opina María Antonia, quien recuerda que la libertad en el aula era algo que lograron y que poco a poco se ha ido perdiendo, aunque ahora “vuelve a reivindicarse”. Explica que tenían una granja con un cerdo que mataban y cocinaban con la ayuda de las familias, que llevaban máquinas para hacer morcillas, haciendo una fiesta. “Ahora todo eso está prohibido”, se lamenta, mientras critica “la fiebre del homologado”.
Montserrat opina que hay una deriva de “sobreprotección de los niños. Entre los protectores de esquinas, la manía de esterilizar los materiales naturales… los niños caerán al primer escalón cuando salgan de la escuela”, exclama. Así, creen en recuperar la calle y la autonomía y en abrir las puertas de una escuela que creen “se ha cerrado en sí misma”. Reivindican el aprendizaje abierto, no sólo en la escuela, sino en todas partes: “necesitamos una revolución total de nuevo”, sentencia María Antonia.
Así, estas maestras jubiladas lo miran desde fuera pero no desde lejos. Continúan vinculadas al mundo que las enamoró cuando todavía para ellas el aula era sinónimo de malas experiencias. Se cuestionan todos los cambios que han ido viviendo en sus últimos años de docencia, que continúan inexorables ahora que ellas ya no están. Una crítica a la estandarización de los ritmos y lo aséptico en las aulas, pero María Antonia y Montserrat son también una oda a los arenales, a la libertad en el aprendizaje, la enseñanza libre y la coeducación. A la revolución y a la igualdad. Y, aunque tal vez no tienen claro si lo son o no, una oda al feminismo en el aula.



Catalunya Plural, 2024 