Son las tres de la tarde y la puerta del Instituto Miquel Tarradell hierve: decenas de alumnos que se apresuran, carretando las mochilas, para no llegar tarde a clase. Suben y bajan las escaleras mientras algunas madres y padres se esperan a las puertas del centro hasta ver desaparecer a sus hijos entre los pasillos de la escuela. En medio de todo el alboroto que se va filtrando por las puertas de las aulas hay una chica sentada en uno de los bancos del hall de la primera planta. Con la cabeza agachada y una libreta cuadriculada en el regazo, practica caligrafía. Acerca mucho la vista a la hoja para no perder detalle de cómo su lápiz va dibujando, lento pero firme, cada trazo de las palabras.
Cuando Cheta acaba de llenar la hoja de su libreta de letras, los chicos y chicas que transitaban el hall ya están en clase. Levanta la vista y mira sus deberes con satisfacción: viene de la India y apenas hace un par de meses que empezó a tomar clases de lectoescritura castellana. Ahora a su lado en los bancos hay más mujeres que, como ella, están aprendiendo nociones básicas de castellano y esperan para poder entrar al aula en la que cada día se juntan para aprender la lengua. Ellas son las ‘Mamás que Leen’.
Se trata de un espacio donde se trabaja la alfabetización del castellano con unas 30 mujeres divididas en tres grupos según el nivel y que nació en el otoño del 2016. Las aulas del Instituto Miquel Tarradell que acogen estas clases se llenan cada tarde con una diversidad cultural y lingüística muy representativa del barrio del Raval, donde está situada la escuela. Desde Pakistán hasta Marruecos, pasando por Bangladesh o India, las ‘Mamás que Leen’ se encuentran en un espacio en el que, a menudo, no se comparte ninguna lengua: las hay que hablan amazig, urdú o diversos dialectos del árabe, hecho que hace que sea imprescindible que en las clases se hable “siempre que se pueda, sólo en castellano”.
Karin Blanco es la mujer que está detrás de este proyecto; filóloga en lengua árabe, asegura que “cada cual, en función de la formación que tiene, ve diferentes problemas sociales. Yo como lingüista veo las barreras que puede suponer el idioma”. Por eso decidió ahora hace dos años poner en marcha un grupo de alfabetización para mujeres migradas, puesto que “vemos que las madres quieren socializar, decirse cosas y no pueden si no comparten origen”. Muchas de las mujeres que acuden al grupo son “completamente analfabetas”, tanto en castellano y catalán como en su lengua materna, hecho que hace que la tarea que se desarrolla en las aulas de Miquel Tarradell sea “todo un reto”.
“Cuando tienes en un mismo espacio personas que tienen que aprender a leer y a escribir no puedes estar con más de dos a la vez, porque tienen ritmos y hábitos de estudio diferentes”, comenta Karin. Y es que la diversidad en los niveles de educación entre las mujeres de los grupos es muy alta, las hay con estudios universitarios, algunas son completamente analfabetas; las hay que sólo hablan su lengua y otras que, como Cheta, hablan también inglés. “Pero si te quieres hacer entender lo consigues: para intentar que aprendan una palabra nueva podemos usar imágenes y a las que están más avanzadas el contexto quizás les es suficiente”, explica Patrycjia Lapinska, una de las voluntarias que imparte clases en el grupo de iniciación. Apunta que Google Translate no acostumbra a ser una opción, puesto que muchas mujeres no saben leer en su idioma, así que “a menudo nos tenemos que convertir en payasos y hacer mímica para hacernos entender”.

El idioma, clave para la socialización
Patrycja abre y cierra los brazos en un enorme ángulo agudo mientras hace el mismo gesto con la boca. Intenta hacer entender a Kalsoom y Naila, dos mujeres del Pakistán, cómo comen las ballenas, a raíz de un texto de lectura que están usando. Casi nunca usan libros -sólo en algunos casos de los grupos más avanzados- para respetar los diversos ritmos, y son las voluntarias las que buscan el material. Así, no es necesario que todas las alumnas trabajen el mismo temario a la vez; es el caso de Nazu que, bien lejos de las ballenas y el mar, estudia vocabulario relacionado con la salud. Es una de las primeras alumnas que asistió a los cursos de ‘Mamás que Leen’ y su evolución “ha sido impresionante”, explica Júlia, otra voluntaria que la ha ido siguiendo en todo el proceso. Al principio Nazu, que viene de Bangladesh, “estaba muy tensa cuando cogía el lápiz”, apunta Júlia.
Nazu era de las mujeres completamente alfabetes y el castellano es el primer idioma que ha aprendido a escribir; quizás por eso, al contrario que otras compañeras como Kalsoom, que toman apuntes en urdú, Nazu sí se atreve a hacer anotaciones en alfabeto latino. Su aprendizaje la ha hecho capaz de poder tener una pequeña conversación en castellano y a relacionar conceptos complejos como “pomada” y “crema”. “¿Qué quiere decir ‘alimentarse’?”, pregunta Júlia. Nazu, después de pensárselo un poco y mirar su hija, que de vez en cuando la acompaña a las clases, sonríe, pícara y afirma: “comprar galletas”. Y es que los conceptos más importantes que se aprenden en estas aulas son los que sirven para el día a día.
“Uno de los aspectos en los que más se nota la barrera idiomática es en los servicios y acciones cotidianas”, considera Patrycja, quien explica que aquellas alumnas que no son avanzadas acostumbran a llamar-la para hacerle consultas médicas o pedir ayuda para realizar trámites. “Somos de las pocas personas locales que conocen. Algunas llevan un montón de años aquí pero no suelen salir de sus comunidades, que acostumbran a ser muy cerradas”, considera Patrycja. Por eso, para Karin, los grupo de estudio son tan importantes: a veces quedan entre ellas y se ayudan, pero lo más importante es que con el contacto con las voluntarias “viajan sin viajar y se abren a un nuevo mundo que hasta entonces tenían cerrado”.

Una herramienta para involucrarse en la escolarización de las criaturas
“Las madres acostumbran a estar muy interesadas en los estudios de sus hijos”, apunta Karin. Y es que la mayoría de alumnas no trabajan y se cuidan de una media de tres criaturas, mientras que los padres tienen horarios “horribles en trabajos muy esclavos” que les hacen difícil la conciliación familiar. Así, es natural que mujeres como Nazu no se desenganchen de las criaturas hasta que entran a la escuela. Pero en el momento en que los niños o niñas empiezan las clases, “a veces la relación se complica, porque todas las madres quieren ayudar a sus hijos con los deberes y si no hablas el idioma esto se vuelve imposible”, se lamenta Patrycja.
Así, el hecho de estar aprendiendo castellano puede suponer un vínculo nuevo y diferente entre madres e hijos: “quizás las madres siguen sin poder ayudar a los hijos, pero ahora son los pequeños quienes pueden ayudar a sus madres con los deberes”, opina Karin. Y es que tal y cómo afirman las voluntarias, estas clases no son una preparación para conseguir trabajo, sino una simple herramienta para el empoderamiento y lograr más nivel de independencia de sus maridos e hijos. “Y poder desarrollarse, si algún día quieren, fuera de su comunidad”.
Pero un handicap para la independencia de estas mujeres continúa siendo el cuidado de sus hijos e hijas más pequeños, que todavía no van a la escuela. “Al principio consentíamos que las madres vinieran con las criaturas, pero era imposible de gestionar. Tenemos que conseguir encontrar una manera de tener un espacio de cuidados para los niños mientras las madres toman clases, porque cuando tuvimos que decirles que ya no podían traer a sus hijos dejaron de venir muchas mujeres”, se lamenta Karin. De vez en cuando, cuando hay alguna actividad excepcional, alguna criatura se deja ver por las clases, como la hija de Nazu, que no debe de tener más de cuatro años de edad.
La pequeña se pasea pasillo arriba, pasillo abajo del aula, sin decir ni una sola palabra. Mirando curiosa qué hace su madre y qué apunta con el lápiz. En un momento dado de la lección se cansa y se desplaza hasta dónde están Naila y Kalsoom, que sigue meticulosamente con el dedo las palabras del texto de las ballenas mientras Naila lo va leyendo, despacio. Hay algunas palabras que no acaban de entender, como ‘plancton’ pero completan la lectura con éxito. Pero al acabar, Patrycja pronuncia una palabra que Kalsoom entiende perfectamente y que siempre la hace poner nerviosa: “dictado”. Le entra la risa nerviosa y coge el lápiz, un poco tensa, mientras transcribe el texto de las ballenas, que su maestra va leyendo lentamente. Los nervios, que no se le pasan, son completamente injustificados: tiene una caligrafía preciosa.


Catalunya Plural, 2024 