El Código Penal español distingue dos tipologías delictivas: la agresión sexual y el abuso sexual. Hay agresión cuando el autor impone su voluntad a la víctima mediante violencia o intimidación, y si el hecho consiste en penetración o introducción de objetos o miembros corporales la ley lo denomina violación, delito castigado con las penas más graves. Si el autor consigue practicar sexo aprovechando su superioridad o la privación de sentido o un trastorno mental de la víctima, o simplemente esta tiene menos de 16 años, pero no hay violencia ni intimidación, el delito se denomina abuso sexual. Este delito, según los casos, puede tener penas también muy graves, aunque siempre por debajo de las previstas para la agresión sexual.

En el caso de «La Manada», conocido por todos, nos encontramos ante tres sentencias diferentes: la de 371 páginas dictada por los dos magistrados que han formado mayoría en el Tribunal, que condena a los acusados a nueve años de prisión por abuso sexual; la absolutoria del magistrado disidente que en su voto particular refleja una cosmovisión arraigada en una parte de la sociedad; y la sentencia que sin estar escrita formalmente tiene más fuerza en la calle y en los medios de comunicación y se resume en el lema «no es abuso, es violación».

No podemos dejarnos llevar por declaraciones emitidas desde la emoción, la indignación, el desconocimiento y quizás en algún caso por la manipulación burda. Ni podemos perder de vista que nueve años de prisión es un castigo muy grave y que por lo tanto la sentencia del Tribunal expresa un rechazo y una censura severa de la conducta de los acusados. Pero los juristas y los profesionales en general debemos reconocer que el mensaje que transmite es equívoco y que la distinción entre intimidación y abuso puede ser muy problemática. Tras leer la denostada sentencia no tengo ninguna duda que los hechos probados pueden ser calificados como violación de acuerdo con el criterio del Tribunal Supremo, que ya hace tiempo ha dejado de exigir que para apreciar este delito la víctima haya ofrecido resistencia física, dado que puede haber quedado paralizada por miedo, indefensión o decisión de evitar males mayores. El equilibrismo retórico de la larga sentencia no puede paliar la impresión que provoca el relato de lo que cinco hombres hacen con una chica de dieciocho años y el sufrimiento que la agresión “en manada” (su autopercepción ya les delata) provoca en su presa. Es posible que los magistrados hayan sentido el vértigo que producen las penas tan elevadas previstas en el Código penal para la violación en grupo y han entendido que además debían sumarlas teniendo en cuenta que debían apreciar un delito de violación por cada agresor, lo que hubiera comportado una pena final de veinte años de prisión para cada uno, pena superior a la prevista por la ley para el delito de homicidio (de diez a quince años). En todo caso, había soluciones más fundadas jurídicamente y a la vez más comprensibles socialmente que la calificación de los hechos como abuso sexual continuado por prevalimiento de superioridad.

En esta ocasión la resolución definitiva sobre el caso la dictará el Tribunal Supremo, pero más allá del caso concreto quizás es hora de plantearse la oportunidad de una reforma legal que adopte el modelo de los países que no establecen una rígida distinción dicotómica entre agresión y abuso sexual. Cabe preguntarse si tiene sentido considerar siempre más grave, de manera absoluta y apriorística, una conducta sexual con intimidación que el abuso de superioridad, el abuso de una persona narcotizada, discapacitada o privada de sentido. Además, en los casos de abuso de menores, ¿hay nada más intimidante que el mismo hecho de que el partner sexual sea un adulto? Y si pensamos en los niños más pequeños, ¿cómo explicamos que un adulto pueda penetrar un niño o una niña de cinco años sin violencia? Evidentemente una reforma de los delitos sexuales no puede hacerse sin tener en cuenta la necesidad de un replanteamiento global y sereno, corrigiendo las muestras de desmesura e irracionalidad en que ha incurrido el legislador en las reformas de 2010 y 2015 y poniendo a disposición de los jueces instrumentos que permitan una adecuada valoración de las circunstancias y la gravedad de cada caso concreto según exigencias de proporcionalidad.

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Doctor en Derecho por la Universitat de Barcelona (1988). Desde 1999 es Catedrático de Derecho penal de la Universitat de Lleida y desde 2010 Catedrático de la Universitat Oberta de Catalunya y Director del programa de Criminología. Ha sido investigador principal de varios proyectos de investigación y actualmente lo es del Grupo consolidado "Sistema de justicia penal" (AGAUR 2006-2009 y 2010-2013) y del proyecto coordinado "La victimizació sexual de menores y su protección penal" (UOC-UdL-UB 2013-2015). Su actividad de investigación se ha centrado especialmente en la victimología, la justicia restaurativa y el sistema de sanciones penales

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