Lo recordaba bastante bien y con precisión Marc Andreu en el artículo Octubre amarillo, primavera incierta (Crític, 10 de abril de 2018), la coincidencia de la conferencia que debía pronunciar Josep Fontana en el Born sobre el centenario de la Revolución Rusa con la concentración de protesta de miles de personas ante el Parlament pregonando la huelga general. Era la tarde del 2 de noviembre de 2017 y al mediodía el Tribunal Supremo había decretado prisión para la mayoría de los consejeros, encabezados por el vicepresidente Oriol Junqueras, y la presidenta del Parlament, que habían ido a dar la cara. De hecho, el ciclo conmemorativo del centenario de la Revolución Rusa había comenzado, el jueves anterior, con una mesa redonda sobre La revolución, hoy mientras el Parlament hervía ante el retroceso del President Carles Puigdemont a convocar elecciones. Al día siguiente se produciría la “proclamació bufa” (la califica, con acierto, Marc Andreu) de la República catalana, que provocó la huida del President y del resto de consejeros a Bruselas. Nadie, desde luego, salió al balcón del Palau de la Generalitat y la bandera española aún ondea.
Dos semanas antes de la conferencia, Josep Fontana me hizo saber que estaba hospitalizado. Sin embargo, mantenía su compromiso si no se torcían las cosas, aún más. Así que, antes de comenzar el acto, le pregunté por su salud. No había nada que hacer. El médico le recomendaba desterrar cualquier tratamiento y maldecía su situación bajo la atenta y tierna mirada de Francisco, al que le dedicó su último gran libro. Fontana había exigido mesa en el escenario para leer con comodidad la conferencia escrita. Fontana siempre leía sus intervenciones públicas e, incluso, las académicas, clases, incluidas. Estaba incómodo con el micrófono sujeto por las orejas y subía la rampa lentamente con la espalda acotada formando casi un ángulo recto. La lucidez de sus publicaciones y la energía de su voz contrastaba con su decrepitud física. La sala daba gusto, con gente de pie y sentada en el suelo, y lo recibió con una gran ovación.
Fontana hizo lo que nos tenía acostumbrados: una lección magistral. Vindicó la Revolución de Octubre, la revolución social, sin dejar de poner el dedo en el ojo de lo que le parecían errores teóricos y prácticos, así como perversiones humanas en la lucha por el poder y la supervivencia. Con todo, creía que el siglo XX había sido el siglo de la Revolución, al menos, del miedo a la Revolución, que había permitido disminuir la desigualdad en los países capitalistas en los famosos treinta años (1945-1975) tras la derrota nazi-fascista. Pese a las advertencias previos de acortar el turno de preguntas, Fontana respondió a todo y más, incluso cuando al fin una mujer transportarlo al presente histórico: “¿Lo que estamos viviendo en Catalunya, sobre todo a partir del 1 de octubre, puede ser considerado una revolución?”
El agito cerca independentista se ha hartado de apropiarse, sin reparos, de conceptos y de personas que les son bien ajenos, al menos, por los que han vivido y crecido a la sombra alargada del pujolismo. El caso de Josep Fontana ha sido uno de los ejemplos más descarados. En un juego de manos bien osado de los libros del historiador escondían la “clase” y enseñaban la “nación”. De este modo, en el día de Sant Jordi de 2015, Helena Rakosnik regalaba a Artur Mas el libro ” La formación de una identidad. Una historia de Catalunya . Y el President de la Generalitat lo enseñaba ufano como si fuera la nueva Biblia de los independentistas.
Fontana había dejado su militancia comunista en 1980, después de 23 años en medio de la noche franquista, pero continuó dando apoyo público (y crítico, por supuesto) en el PSUC e ICV. En el año 2012 aún encabezaba el manifiesto de apoyo electoral a Joan Herrera en las elecciones al Parlament. Asimismo, Fontana mantuvo siempre un estrecho vínculo con CCOO y nunca tuvo un no para participar en las múltiples actividades de la Fundación Cipriano García. Quizás para dejar bien claro su posicionamiento político, aceptó, por primera vez, figurar en un candidatura electoral, concretamente en las elecciones municipales de 2015. Estaba animado y esperanzado con el proyecto de Barcelona en Comú y le dolía que no se hubieran integrado la gente de la CUP, por la que dejaba patente su simpatía.
Fontana era una persona de izquierdas y catalanista cantería. No hacía ascos a la independencia, sobre todo, sin costes sociales, pero le sacaba de quicio la hoja de ruta del “todo o nada” y del “ahora o nunca”. Fontana no cayó en la trampa de las elecciones plebiscitarias y menos de la unilateralidad contra España y sin la complicidad de la Unión Europea. Sabía, mejor que nadie, que las secesiones sin acuerdo convertían un baile de bastones. Por eso no firmó el manifiesto de ex-militantes del PSUC, ICV y PSC, que pedían el voto para las candidaturas independentistas (JxSI y la CUP), aunque, incluso EL PAIS le endilgó, a posteriori, que había dado apoyo público a JxSI.
Fontana no rehuyó la pregunta y respondió claro y catalán con un puesto más serio de la cuenta, que ya es decir: “Si pretendía ser una revolución, de momento es una revolución frustrada. Lo contemplo como una catástrofe y desde el más absoluto desacuerdo. Estamos en un momento para aprender a resistir, a no resignarnos, a salir adelante y tratar de recuperar lo que podamos de nuestros derechos y libertades, bastante amenazadas”. La contundencia de la respuesta cayó como un jarro de agua fría y los asistentes desfilaron pensando que acabaría pagando los platos rotos.
Fontana no se tenía en pie y en la puerta del Born mientras esperábamos la llegada del taxi pidió una silla para sentarse. No podía más. Y al despedirnos tuve la sensación de haber asistido a la última lección magistral del maestro. Y pensé, con rabia, en los meses que le quedaban con la cabeza lúcida mientras la enfermedad le carcomía el cuerpo. Asimismo, pensaba en los libros que tenía en la cabeza y que, por supuesto, alguien tendrá que escribir. Porque Fontana nunca habló por hablar, ni escribió para ganar los Juegos Florales. Fontana nos aleccionó a ser críticos con el poder establecido y aprender de las derrotas para poder ganar. Por eso como dice Marc Andreu: leer Josep Fontana es la mejor manera de mantenerlo vivo. Que falta nos hace!


