Una amiga hace unos días me dijo que Montse sufría una enfermedad con una dureza fulminante. Me sorprendió. Siempre había tenido en la cabeza su imagen rodeada por un aura de juventud y nunca pensé que aquella chica llena de vigor pudiera ser tocada por el dolor y la muerte.
Ha sido con la repentina noticia de su muerte que hemos comprobado lo que sospechábamos, que Montse conseguía una de las pocas unanimidades que se pueden encontrar entre los políticos y periodistas. Sabía hacer información rigurosa, matizada y algo irónica, sin alejarse del papel imparcial que se supone que debe tener un periodista. Por eso su recuerdo ha concitado el elogio de personas tan alejadas en su visión del mundo, como el ex ministro socialista Alfredo Pérez Rubalcaba, o Gabriel Rufián, sin que hayan faltado tampoco reconocimientos a su profesionalidad de personalidades del PP o del PDeCat.
A menudo se dice que es habitual que la muerte suscite coincidencias, quizás hipócritas. Estoy seguro de que en el caso de Montse son sentidas. Y no se puede olvidar de que ella durante años ha sido la delegada en Madrid del diario Avui y después del PuntAvui, unas publicaciones que en algunos ámbitos no suscitan simpatías.
A Montse la conocí en la redacción de La Mañana, en Lleida. Vino con una beca en 1988, pero lo cierto es que se quedó, porque en seguida se hizo un lugar. En los periódicos locales la asignación a una sección es relativa, se hace de todo. A ella la situaron en hechos diversos, los sucesos. Joven y activa como era, hacía cosas arriesgadas como reportajes en los barrios con más problemas de droga de la ciudad. Hablaba con familiares de víctimas y sus textos tenían mucho ‘nuevo periodismo’ intuitivo.
Entonces en el periodismo leridano había mucho movimiento: gente que se iba a otras empresas y gente nueva que venía, incluso de Barcelona. En uno de estos movimientos un grupo de periodistas se marchó a Barcelona a un diario efímero como Las Noticias. Diversa gente de La Mañana se fue hacia el nuevo proyecto que tuvo como característica que sus empleados estuvieron más tiempo preparándolo de lo que efectivamente salió a la calle. Entre otros acudieron Miguel Rico, ahora en el Mundo Deportivo, Joan Palau, Amat Carceller y Montse. Cuando pedí trabajo me dijeron que el diario cerraba en una semana.
Más tarde Montse fue a la Vanguardia. Allí se estrenó en sus piezas equilibradas que han sido siempre su marca. Yo ingresé en el Avui y he aquí que un día la encontré en la redacción. Me dijo que en una semana comenzaba. Tenía el pesar de haberse equivocado con el cambio. Yo le dije que si en ‘Can Godó’ no le hacían contrato, la decisión era correcta.
Montse y yo coincidimos poco. Ella trabajaba en Madrid y cuando se tenía que cubrir la presentación de los presupuestos me tocaba ir a la Villa y Corte. Allí la delegada mostraba cómo de conocida y respetada era. Desde los terneros hasta los camareros de la cafetería del Congreso, todos la conocían. Igual ocurría con los políticos de todos los colores con los que se cruzaba en los pasillos del parlamento. Se puede decir que su presencia amansaba los leones de las Cortes.
Más tarde nos encontrábamos en las cenas que anualmente organizaba Antoni Siurana, alcalde socialista de Lleida, con periodistas exiliados en Barcelona. En aquellos encuentros destacaba su bondad y visión un poco irónica de la vida.
Y la última noticia fue que estaba muy enferma. Entonces recordé el verano que Montse llegó a La Mañana cuando casi todos los periodistas aprovechábamos la hora del almuerzo para comer un bocadillo en Las Balsas de Alpicat y volver a la redacción después de haber hecho unos largos en la piscina. Pensábamos que la felicidad debía parecerse a aquello.


