La socialdemocracia, en sentido amplio y trascendiendo el corsé de partidos nuevos o tradicionales, destaca por defender la justicia social. Esto es, la mayor equidad posible entre todos los sectores sociales. Ello la sitúa como la corriente con más argumentos para desarmar discursos nacionalistas o populistas. Sin embargo, la adaptación de la socialdemocracia -una ideología nacida al calor de la Revolución Industrial del siglo XIX- a los retos del siglo XXI está siendo un camino con curvas peligrosas. Las sociedades posfordistas, postmodernas o postindustriales, en las que nos encontramos ahora, plantean retos que la socialdemocracia debería poder afrontar.

¿Cómo reconciliar las demandas del precariado, surgido con la crisis económica de 2008, de las clases medias mermadas y de los más necesitados? Desde finales del siglo XX, a falta de una clase trabajadora socialmente concienciada y cohesionada, la socialdemocracia optó por atraer a todo tipo de votantes. En buena medida, el Estado de bienestar hizo ascender al proletariado a clase media (sea lo que sea eso), pero, hoy, en el siglo XXI, resulta difícil hacer atractivas las políticas redistributivas al gran público. A pesar de que ahí esté la llave que desmonta a la extrema derecha.

Las nuevas tecnologías, la flexibilización y la transnacionalización, acompañadas por la pérdida de vigor de los sindicatos, han hecho olvidar el modelo productivo ejemplificado en la cadena de montaje -el fordismo-, para convertirlo en algo que algunos llaman posfordismo. Es decir, el sistema productivo que ha privilegiado el surgimiento de los trabajadores de servicios a lomos del caballo neoliberal.

Las relaciones laborales parecen haberse desorganizado y ahora es el individuo el que tiene que adaptarse a las imposiciones del sistema económico. La solidaridad de clase, si alguna vez se materializó, se ha desvanecido, incapaz de articularse en un centro de trabajo, que, de existir, ya no es la fábrica. Eso por no hablar de la fragmentación de la identidad de todos nosotros en múltiples subidentidades, que no tienen por qué tener que ver con la identificación como trabajadores. Así, ¿cómo puede la socialdemocracia ilusionar al repartidor a domicilio, al médico y al recepcionista de ese hotel que reservamos por internet en función de los buenos comentarios que tiene?

Quizá no baste con recuperar aquello por lo que nació, la defensa de la igualdad social y de la equidad política, pero en tiempo de polarizaciones los matices salvan del abismo. Quizá resulte muy complicado conciliar los intereses de los empobrecidos, de los trabajadores que no llegan a final de mes, de los que agotan la prestación por desempleo y de los muy cualificados con sueldos bajo mínimos, pero, entonces, ¿para qué sirve la política? Quizás tengamos todos una sola cosa en común: el tiempo y el planeta en el que vivimos.

El mundo de hoy ya no es el del siglo XX y una actualización del sistema debe incluir los inaplazables retos medioambientales y productivos, porque la socialdemocracia de hoy tampoco puede ser la del siglo XX.

La fuerza de trabajo sigue existiendo y la socialdemocracia, desde la estanflación a la globalización, pasando por la tercera vía, ha superado numerosos dilemas a lo largo de su recorrido. Es el momento de buscar el encaje en el modelo productivo actual y empezar una transición ecológica y tecnológica que no puede esperar más y que no puede dejar a nadie atrás.

Después de más de un siglo de historia, la socialdemocracia debería poder seguir respondiendo a las cuestiones sociales actuales, algunas nuevas y otras viejas con apariencia renovada. El bagaje político acumulado, pese a los errores, sirvió para construir la Europa social después de la Segunda Guerra Mundial, esa Europa que se les arrebató a los griegos, españoles, italianos… a partir de 2008. Es tiempo de reconstrucción.

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