De un juicio se suele esperar que brote la verdad. El caso Dreyfus sirvió para que la sociedad francesa descubriera el carácter maligno del antisemitismo que albergaba. Del juicio del Procés no saldrá nada bueno. Nada bueno para nadie. Ni para los catalanes independentistas, ni para los que no lo somos. Esto es así porqué no hay una verdad que la mayoría de la sociedad catalana esté dispuesta a compartir. Cada cual tiene la suya, codificada durante años por medios y redes afines.

Y sin verdad compartida, el país recibirá la sentencia más dividido que nunca. Los grandes juicios supusieron momentos de pedagogía colectiva, como ocurrió con el de O.J. Simpson. Aquí no. La señal que emite la sala del Supremo es única, peró cada cual la ve a su manera, aderezada por la labor impía de comentaristas y agitadores digitales que sólo buscan reafirmar convicciones. La propaganda devora todos los matices, ciega todas las enseñanzas.

Los que somos capaces de indignarnos, a la vez, por las revelaciones del comisario Castellví y por las mentiras de Millo somos cuatro gatos. Es una lástima, porque el juicio tiene su qué. Ha permitido certificar la aberración policial del 1-O, y atestar la conducta desabrida de un Parlament que se pasó por el forro el Estatut. Ha confirmado que la violencia necesaria para fundamentar los delitos más graves no asoma por ninguna parte pero ha dejado constancia de la irresponsabilidad de los líderes del Procés.

Sin embargo, no habrá verdad compartida, porque la única verdad posible sería la de que hemos sido víctimas de un inmenso disparate protagonizado por políticos insolventes. Mariano Rajoy y Carles Puigdemont. El uno no vio venir el tsunami y el otro tiró por la calle de en medio sabiendo, como le dijeron los Mossos, y como le dijimos algunos, que quebrantar la ley desde las instituciones no iba a alumbrar nada bueno.

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