La aprobación de la Directiva Europea sobre Copyright ha sido una vuelta más de las clavijas con las que se pretende encadenar la hegemonía que Internet está cobrando por encima de los medios de masas convencionales. Según el artículo 13 de esta directiva, las grandes plataformas de la red van a tener que implementar filtros de contenido que comprueben si los materiales que se suben a ellas están sujetos a derechos de autor y si lo están y no cuentan con permiso serán automáticamente bloqueados.
Mariya Gabriel, Comisaria de Economía y Sociedad Digital ha alabado “los efectos positivos que esto va a tener para los creadores”, como si se dirigiera a una audiencia de escolares de primaria; paralelamente, el editor español Jorge Herralde -sin relación con lo hasta aquí referido- decía en una rueda de prensa, con toda la sinceridad del mundo, que “ningún ministro ni ningún gobierno se ha interesado por combatir la piratería”.
Los autores y sus derechos son un simple alibi en esta acción legislativa, como sabemos bien en España, donde la sociedad del ramo ha servido de paraguas para todo tipo de corruptelas antes que de agente defensor de los creadores. En realidad, de lo que se está tratando con esta directiva europea es algo tan sencillo como terrible: el pánico al cambio que traen unas transformaciones que son un verdadero tsunami, y en ese marco, el recelo e incluso el miedo a Internet.
Los internautas más viejos del lugar recordarán el proyecto Quaero, que tenía que ser un motor de búsqueda europeo alternativo a Google. El acuerdo para su desarrollo fue anunciado nada menos que por el presidente francés Jacques Chirac y el presidente alemán de la época, Gerhard Schröder, con ocasión del consejo de ministros francoalemán de Reims, en abril de 2005. Del proyecto, el buscador y de la capacidad transeuropea de competitividad y cooperación en tecnología de la comunicación nunca más se supo.
Quaero, llamado a ser un logro como lo ha sido la cadena televisiva cultural francoalemana Arte, duerme el sueño de los buscadores vencidos como Altavista, Magellan, Lycos y Excite, por no citar a Yahoo, que hicieron las delicias de nuestros primeros pasos por la red. Si queremos ir más allá de las palabras y las buenas intenciones, incluidas las de la protección de los autores europeos, hemos de recordar este hecho incontrovertible.
Por supuesto, las grandes corporaciones de la red, empezando por Google y Facebook, tienen que reconocer que son algo más que meros intermediarios aparentemente neutros. Son mucho más: empresas de comunicación que deben afrontar sus responsabilidades como tales. Si Facebook ha cambiado el modo de difundir información Google lo ha hecho con el negocio publicitario, hasta el punto que puede decirse que constituye el primer negocio de publicidad del mundo.
¿Derechos de autor o monopolio informativo?
Las legislaciones deben poner coto a las tendencias monopolísticas y hacer asumir la responsabilidad en la administración del derecho democrático a la información, pero no deben obstaculizar el desarrollo de las tecnologías comunicacionales ni el surgimiento de nuevas formas de negocio a su alrededor. Y aquí es donde aparece el pecado original europeo, que no sólo induce estados de ánimo que desembocan en brexits o nacionalpopulismos sino que adormece la capacidad innovadora en el continente. Ya cuando se fraguaba el fallido Quaero los investigadores de la red en aquel momento advirtieron que era mala cosa posicionarse de entrada contra las actividades anglosajonas: no era menos sino más, lo necesario. Al final no hubo nada.
Ahora sucederá lo mismo. No habrá más protección de derechos de autores y editores, habrá menos circulación de información y por tanto de diversidad de opciones, menos libertad para los internautas y menos opciones para una limitación real y no simulada de los abusos de las grandes compañías de la red. El pecado original europeo y del progresismo continental es el reglamentismo y la institucionalización de lo que debe ser libre.
Creen los interesados por la comunicación de raíz progresista que el audiovisual, por ejemplo, se gobierna mediante consejos estatales, comisiones de control parlamentario y consejos de administración, cuando estos organismos acaban siendo pervertidos y neutralizados por los propios partidos y sus servidumbres financieras; creen los intelectuales que el periodismo independiente se obtiene a base de cucharadas soperas de aceite de hígado de bacalao deontológico.
Son ganas de vivir engañados: el tsunami civilizacional que comenzamos a vivir pasa por la comunicación y nos esperan sorpresas y sustos mayúsculos que no podremos afrontar con directivas ni reglamentos porque desconocemos la verdadera naturaleza y alcance de este cambio. Lo que sí sabemos y nos negamos a aceptar es que la única salida posible tendrá que ver con la creatividad y el desencadenamiento de fuerzas innovadoras que están hoy por hoy lejos de las cancillerías y de los organismos supracomunitarios.
Volvamos a la sensatez. El enorme éxito e impacto de Internet se ha debido a una de sus cualidades fundacionales: la red no tenía un uso predeterminado, su arquitectura renunció a anticiparse al uso que podía hacerse de ella. Eso supuso la liberación de un potencial creativo que no era fruto de la mera tecnología, sino que residía en el corazón mismo de la sociedad y en las mentes humanas.
Todo intento de domeñar ese potencial acaba en la reducción de posibilidades para el usuario. La lógica industrial era anticipar resultados, intentar extraer cuáles son las necesidades del mercado, diseñar un producto, fabricarlo e intentar acertar con ello. La lógica de la sociedad red es justamente la contraria, la mejor red es la que tiene menos servicios prediseñados, hay que anticipar el menor número de características posible. Y todo el asunto restante se desprende de este principio.
Ese es el problema que Europa tiene con la comunicación, que ni comprende cómo es en la actualidad y cómo va a seguir siéndolo. Y sencillamente no puede permitírselo, ni mucho menos exorcizar el futuro con espantajos legalistas.