El 9 de marzo de 1928 fue un día de fiesta para los algodoneros de Barcelona. Para celebrar los veinticinco años de la fundación de su centro se celebraron misas en la Basílica de la Mercè en honor de los socios fallecidos desde su fundación. Poco después la escena se trasladó a Vilapicina, donde pese al mal tiempo reinante se congregaron el gobernador civil Milans del Bosch, el alcalde Baró de Viver y un nutrido grupo de representantes de las instituciones, como el señor Pou de Barros, responsable de la federación de casas baratas de Cataluña y Baleares, o don Lluís Jover, principal impulsor de la iniciativa.

Inauguraron treinta casas de planta baja, balcón y jardín y denominaron el lugar como passatge de l’Esperança, patrona del algodón. Para celebrar la efeméride se levantó una tribuna, hubo muchos aplausos y se concedió a los estibadores la promesa de una futura jubilación de treinta pesetas diarias. Al terminar el acto las autoridades y los invitados, entre los que ignoramos si se hallaban los obreros, procedieron a degustar un cuantioso lunch, anglicismo en boga durante la dictadura de Miguel Primo de Rivera, cuando se impulsó el régimen de casas baratas a lo largo y ancho de España, marcado en Barcelona por la forma cooperativista del oficio, como aún puede apreciarse en el Guinardó con los militares, en Can Baró con los periodistas o en la Font de la Guatlla con las casitas destinadas a los empleados municipales.

Para los estibadores el regalo tenía algo de envenenado. El tranvía no llegaría hasta 1947 y eso conllevaba levantarse a las cuatro de la madrugada para llegar con puntualidad a sus obligaciones. Como es comprensible el paisaje ha cambiado mucho desde entonces. Avanzo hacia el pasaje desde el carrer de Cartellà, cruzo l’avinguda dels Quinze y acerco por la plaça de Carmen Laforet, donde está la biblioteca del barrio. Podría haber optado por otra combinación, en verdad más sencilla y comprensible de los alrededores, sobre todo para aprehender su pasado.

Arriba de nuestra protagonista de hoy está la plaça de Can Sitjar, con su alusión a terrenos rurales, y el carrer de Desfar, héroe con reminiscencias sicilianas, reemplazante de Palermo, viejo nombre de la calle, sustituido por el Franquismo por extraños motivos, quizá por la invasión americana de la gran isla mediterránea en 1943, quizá por voluntad paranoica de alejarse de los Fascismos cuando estos perdían la Segunda Guerra Mundial y convenía estar bien con los triunfales Aliados.

Ahora sólo quedan dieciséis viviendas. Responden al modelo propio de esa época, de estilo Noucentista con los esgrafiados florales, fachadas monocromas de colores más o menos vistosos y una tranquilidad sorprendente, casi ajena al incesante tráfico de la vía rápida configura por Ramón Albó y Arnau d’Oms, a pocos pasos de Felip II.

La cooperativa de los residentes se estableció justo al lado, en la esquina de Arnau d’Oms i el carrer de la Jota. Funcionaba como tienda de comestibles, bar y sala de reuniones. Desapareció durante los años setenta, cuando la especulación apareció sin piedad, salvándose el entorno de modo parcial por su configuración urbana.

El passatge de l’Esperança ha sido siempre una rareza. Sólo tuvo iluminación pública a partir de 1945. En 1953 se erigió una placa en homenaje a Lluís Jover, aún visible en el ingreso y clara prueba de la supervivencia en el terreno de muchos de sus primeros vecinos, situados en una especie de término medio entre Torre Llobeta y el recién nacido barrio del Congrés. Durante unas décadas vivieron en un paraíso urbano casi a su pesar, pues los descampados, huertas y tradiciones de antaño debieron perdurar hasta esa súbita eclosión del ladrillo.

Su único contacto con un orden geométrico contemporáneo llegaba si pisaban el carrer de la Jota y se perdían en sus inmediaciones, preciosas en la actualidad por su estrechez y la agradecida sombra, aún más con las altas temperaturas de junio. Mientras las desciendo juego un poco al improbable laberinto por Emili Roca y Santapau hasta abrazar con la mirada el passatge de l’arquitecte Millás, creador de esta línea recta de dieciocho inmuebles urdida por la cooperativa de los trabajadores del tranvía barcelonés. Son más modestas que sus homólogas del algodón y han sufrido más los achaques del paso del tiempo.

Estos dos ejemplos me recuerdan a muchos otros con escasa documentación, como los passatges de Catalunya y Roura, en la frontera del Guinardó con el Camp de l’Arpa. Encajan en cronología y su Historia huele a concentración de compañeros de sudores profesionales. Los años veinte fueron apoteósicos en este sentido. La población de Barcelona aumentó en más de trescientas mil almas a raíz del efecto llamada por la construcción del metro y la inminente Exposición Internacional de 1929, hermanada con la Iberoamericana de Sevilla, como si así se anticipara lo ocurrido en 1992.

Para muchos inmigrantes se construyeron bloques económicos mucho más desastrados que los mencionados en este artículo. Con el paso de los decenios han desaparecido del mapa. En el instante de su construcción querían dignificar la existencia de las clases mñas desfavorecidas y desterrar el sambenito dado a Barcelona de barracópolis, reto fracasado como consecuencia de la Guerra Civil, pues en 1950 más del 10% de la población malvivía entre cuatro paredes inhumanas, como nos recuerda mucha literatura, de Mercè Rodoreda a Juan Marsé, de Paco Candel a Josep Maria Huertas Clavería.

Cuando abandono el passatge de l’Arquitecte Millàs topo con una villita casi invisible por la arboleda. En parte sonrío por su ocultación, salvavidas de un rincón mágico, ajeno al turismo y con características propias, aún no excepcional, pero con posibilidades de serlo si no cambiamos el modelo urbano y descuidamos el patrimonio de los barrios, una de las deudas pendientes del actual Consistorio. Si queremos conservarlo debemos alertar semana tras semana del peligro de perderlo.

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Ciutadà europeu i escriptor. El meu últim llibre és La ciutat violenta.

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