Siempre me ha hecho gracia la ignorancia producto de la división administrativa de Barcelona, y parte de culpa la tiene la habitual alusión, quizá os canséis de ella algún día, de la pereza ciudadana. La mayoría está demasiado contenta con sus barrios sin querer frecuentar los ajenos.
Empiezo así la serie dedicada a Horta porque desde pequeño he sufrido la confusión de mis orígenes. Soy del Guinardó, otro lugar más bien ignorado, en el límite periférico para los del centro, y eso me ha obligado siempre a matizar la respuesta en torno a mi proveniencia, pues cuando me preguntaban sobre la misma respondía a las claras con el nombre de mi barrio para recibir la réplica típica de ah, Horta-Guinardó, y no, son entes geográficos distintos unidos por la ordenación de 1984, demasiado poco precisa y mejorada cuando se aceptó y se imprimió en el mapa la existencia de setenta y tres barrios, idóneos para aupar las identidades de una ciudad donde todos somos barceloneses pero aún más de la patria chica, en especial en esos lugares anexionados hasta perder, en apariencia, su condición de pueblos.
Dicho esto, no sobra en absoluto criticar al actual Ayuntamiento por su absoluta desidia con el pequeño patrimonio, como si les importara poco o nada salvarlo mientras el espacio cae en una pavorosa homologación. Horta tampoco se libra de este desastre, y casi es un milagro ver todavía en pie el carrer d’Aiguafreda como último vestigio de las legendarias lavanderas de esta zona a rebosar de agua, principal fuente económica de su territorio en el pasado independiente junto al curtido de pieles.

El pueblo se articulaba a partir de la iglesia de Sant Joan d’Horta, aunque ahora mismo es casi imposible vislumbrar esa paz rural repleta de masías, poco a poco acompañadas de casas de veraneo, más frecuentes con la llegada de la Modernidad, propulsada por el tranvía, excusa perfecta para unir su trazado al de la capital hasta englobarla en 1904.
La plaça Eivissa, nuestra protagonista de hoy, contiene en su interior de 924 metros cuadrados alguna reminiscencia pretérita, como el edificio, fechado en 1777, colindante con el carrer de Fulton; cuando se erigió formaba parte de las propiedades de Pere Pau, primer señor de una larga saga recordada por una calle donde resiste el Ateneo Hortense, fundado en 1864 y trasladado a su actual ubicación a principios del Novecientos. A pocos metros es visible una de las proverbiales torres de agua, omnipresentes en cualquier recorrido.
Si volvemos a la plaza la contemplaremos como un rincón medio festivo por su proliferación de bares entre inmuebles modernistas, uno destacable por su estrechez, siempre favorable a cierta verticalidad, y piezas con aire campesino. Su primera denominación correspondió al Progreso, pero en 1895 se emplazó el mercado municipal y mutó su bautizo hasta 1907, cuando recibió su odónimo relativo a Ibiza, supuestamente para evitar duplicidades en el nomenclátor.

Instalar el mercado en sus dominios tenía cierta lógica. La otra plaza reconocible del pueblo era la de les Santes Creus, donde estaba el Ayuntamiento. Horta, a diferencia de otros villorrios, no seguía una dinámica de sota, caballo y rey al no juntar la sede civil con la eclesiástica y el mercado, elementos siempre próximos al ser los más importantes.
La plaza hospedó las barracas del mercado hasta 1951, cuando este se hospedó de manera estable en el carrer del Tajo mediante una estructura nefasta a nivel estético, como corresponde a la mayoría de construcciones franquistas destinadas a paradas con alimentos, como puede comprobarse en el Congrés o en el Carmel, privilegiándose lo funcional a la belleza, factor resaltado en la actualidad por los visitantes, siempre sedientos de una visión idealizada de Horta al juzgarla como una rareza en el entramado, y algo de razón no les falta, si bien la opinión está más bien fundamentada en su poco caminar por la querencia a cuatro surtidos de tópicos.
Por eso mismo muchos deben considerar la estatua de la chica ibicenca como un recuerdo antediluviano, cuando es de 1965 y fue una iniciativa del alcalde Porcioles, quien encargó al escultor Joan Centelles esa representación bastante anodina y no muy venerada por la colección de peatones, más preocupados por el disfrute en las múltiples terrazas o en los bancos, más numerosos después de la última reforma emprendida por la administración del alcalde Trías, muy amante de generar plazas con forma laberíntica a través de un alud de mobiliario urbano, como asimismo acaece en el Diamant de Gràcia.

Un rasgo curioso del recinto es la fama del bar Quimet, fundado en 1927 pese a estar en una finca de 1936. Destaca por sus bocadillos de pan de xapata y una decoración interna con cierto regusto clásico. Lo más llamativo es empaquetarlo en el conjunto de la plaza, rota en su armonía por un tramo de calzada hacia el carrer d’Horta, con vistas hacia la torre de les Noies y la Masía de Can Mariner, como si con esta anomalía quisiera simbolizar a todo el barrio, pues su adscripción a Eivissa resulta algo sospechosa, llámenme quisquilloso, pero la evidencia es palpable para cualquiera.
El metro existe desde 1967 y apunta otra vez a mi infancia. La línea azul emitió sus primeros balbuceos entre la segunda mitad de los años sesenta y los primeros setenta. Alguna vecina aún me comenta con cierto espanto el susto de ver a Franco en Camp de l’Arpa.
Mi miedo era la lentitud del transporte, idéntico en este defecto con la línea 4, reivindicada por las combativas asociaciones de esa agonía dictatorial como diáfano botón de tanto olvido para con los márgenes. Ahora llegamos a cualquier lado en diez minutos, pero quizá estábamos mejor aislados. El pánico es la ruptura de la calma ancestral. Quizá ya se esfumó.