Hay fechas señaladas que nos alegra celebrar año tras año. A menudo nos pasa esto con los cumpleaños, las fiestas populares o las efemérides de victorias colectivas. Desgraciadamente, muchos de los días mundiales no son un recordatorio de lo que tenemos que celebrar sino más bien lo contrario, ya que ponen sobre la mesa temas pendientes que tenemos que afrontar como sociedad. Este es el caso del Día mundial de la justicia social global que se celebra hoy, 20 de febrero. No hay nada más pendiente -y prioritario- que acabar con las injusticias en todas partes y, seguramente, no hay nada más complicado, porque los poderes hegemónicos se sostienen precisamente en este paradigma que perpetra desigualdades para subsistir.
En los países del Norte consumimos habitualmente productos como el cacao o el café, que llegan a nuestra mesa habiendo pasado por numerosos intermediarios y comercializados con precios dictados por la especulación bursátil. Por este motivo, aunque el consumo mundial de estos productos no para de aumentar (en España, el 63% de la población mayor de 15 años toma café a diario y la tendencia es al alza) y que los beneficios de estas industrias no han parado de crecer, las campesinas que los cultivan siguen viviendo en la pobreza y, de hecho, cada vez se llevan una proporción más baja de los beneficios.
Según el último informe editado en castellano por la Coordinadora Estatal del Comercio Justo, las productoras de Costa de Marfil (el principal país productor de cacao) sólo reciben entre un 3 y un 7% del precio final de una barrita de chocolate, mientras que hace 50 años recibían el 50%. Esto supone que, de media, las familias que se dedican a cultivar cacao no lleguen al 37% de la renta mínima de subsistencia. Mientras tanto, el mercado global del chocolate -cada vez concentrado en menos empresas- mueve aproximadamente 103 millones de dólares y crece a un ritmo del 7% anual.
En cuanto al café, las cifras no son mucho más positivas. Mientras que las empresas y distribuidoras generaron 1.177 millones de euros del año 2017, las productoras sólo recibieron el 4% de estos ingresos. Esta desigualdad crece aún más con los cafés de cápsula; en este caso, la cifra que reciben las productoras es aún menor. Además, el caso del café también es paradigmático en cuanto a las consecuencias del cambio climático y, si no se adoptan medidas, se calcula que en 2050 sólo la mitad de la superficie actual será apta para su cultivo. Sin embargo, para hacer frente a la gran demanda, la industria potencia el monocultivo de café sin sombra, que produce un gran rendimiento de las tierras pero también impactos negativos al suelo, al agua y contribuye a la pérdida de biodiversidad.
Estos datos ponen de manifiesto cómo el sistema económico imperante, el capitalista, promueve la acumulación de beneficios para los accionistas de las grandes empresas aprovechándose del trabajo esclavo de millones de personas y explotando el medio ambiente sin medida. Esta situación no es ninguna novedad y, de hecho, nos hemos acostumbrado a aceptarla como si no hubiera alternativa. Pero la hay.
Un ejemplo claro es el movimiento del comercio justo, que hace décadas que denuncia las prácticas del comercio internacional y promueve la sostenibilidad ecológica y el trabajo digno para las trabajadoras del Sur Global. Basado en diez principios básicos, propone un modelo económico que vela por los precios y los salarios justos y por la democracia organizativa, a menudo materializada en el cooperativismo. Fruto de estos principios, y como explica el último informe de la WFTO, podemos ver como más del 92% de las entidades de comercio justo, en vez de pagar dividendos a los accionistas, reinvierten los beneficios en la misma empresa y en la comunidad (en educación, medidas de salubridad, instalaciones, etc.). También cabe destacar su firme compromiso con la igualdad de género, como demuestra el hecho de que las mujeres que trabajan tienen 4 veces más posibilidades de ocupar cargos de liderazgo que en las empresas tradicionales, hasta el punto que el 52% de las directoras ejecutivas son mujeres y constituyen más de la mitad de las juntas directivas.
Por otra parte, hoy en día no podemos hablar de justicia social global sin tener en cuenta la emergencia climática que estamos viviendo. El pesimismo es inevitable cuando vemos que los gobiernos no parecen dispuestos a anteponer la vida a los beneficios empresariales, como se evidenció con la falta de acuerdos en la Coop25. Pero siempre hay resquicios de esperanza y los Friday For Future son un ejemplo: los miles de jóvenes movilizados en el último año pueden ser cómplices y protagonistas del cambio, aliados de un consumo y un comercio transformador. Y aquí el comercio justo también tiene mucho que aportar, porque la sostenibilidad ambiental es otro de sus puntos fuertes. A menudo las familias de las trabajadoras de las pequeñas cooperativas productoras viven en las mismas plantaciones, y el hecho de que su objetivo no sea la maximización de beneficios les permite producir con técnicas que minimizan los impactos ambientales y la contaminación, así como garantizar su soberanía alimentaria.
Hay que tener presente que, además de promover un sistema de producción alternativo y de regular las relaciones comerciales, el comercio justo también trabaja para conseguir que las empresas dejen atrás sus prácticas abusivas y que los gobiernos les permitan ser impunes. A pesar de la gran responsabilidad de estos agentes, sin embargo, las consumidoras no estamos exentas de derechos y deberes y debemos ser más conscientes del poder que tenemos para cambiar las cosas a través de nuestro consumo. Conseguir la justicia social global no será cosa de un día, pero tampoco podemos creer que es una utopía y consumir sin criterio. No nos lo podemos permitir.
Anna Bardolet es coordinadora de LaCoordi-Comerç Just i Finances Ètiques


