En los últimos días, hemos podido ver cómo se han disparado las denuncias entre vecinos por saltarse las interdicciones de movilidad impuestas por el estado de alarma decretado para hacer frente a la pandemia del coronavirus. Desde un punto de vista sociológico, este tema es polémico e interesante, sobre todo considerándolo como caso a partir del cual reflexionar sobre las contradicciones entre las lógicas comunitarias y la reproducción de las formas contemporáneas de regulación social.
Si bien es cierto que tal reacción podría espontáneamente explicarse desde el prisma de la envidia o de una canalización agresiva del encierro, entenderla únicamente desde estos rebotes psicológicos resultaría indudablemente sesgado. Y es que los agentes sociales no actúan simplemente guiados por la maldad o la rabia. La mayoría de la veces que llevan a cabo acciones perjudiciales lo hacen guiados por principios de aquello que han interiorizado como justo. Por eso, a pesar de lo que pudiera parecer, en ocasiones, estas conductas se vinculan con un deseo de hacer prevalecer lo que en estos momentos resulta la defensa del bien común (reducir los contagios), mediante la censura de las prácticas de motivación individualista.
Paradójicamente, tal y como hemos podido ver, dichas prácticas de censura y de estigmatización terminan frecuentemente por señalar a aquellas personas que necesitan salir de forma justificada, ya sea por razones médicas o por su posición subalterna en la escala socio-profesional -que cabe decir, desempeñan, muy a menudo, funciones económicas de carácter esencial. Son trabajadores que aseguran los llamados last mile jobs, es decir, que realizan aquellos trabajos del final de la cadena productiva y que no pueden teletrabajar.
Pero, por otro lado -y, he aquí la contradicción que nos interesa- estas prácticas pueden asimismo dar cuenta de una integración progresiva de la razón de Estado mediante la reproducción de un modelo punitivo de gobierno de las conductas (regalis), que sucede de la mano del ciudadano de a pie que cree convertirse en garante de ese bien común.
Estas prácticas pueden ser la integración de la razón de Estado a través de la reproducción de un modelo punitivo: un ciudadano de a pie que cree convertirse en garante del bien común
Lo que estos casos muestran, en términos durkheimianos, es la dificultad de implementar mecanismos de control social propios de la solidaridad mecánica (y por ende, que no pasen por la delegación policial y penal) en nuestras sociedades diferenciadas de solidaridad orgánica. Vemos cómo reemerge lo común en la solidaridad colectiva a la hora de hacerle la compra a aquellos que son población de riesgo, de cuidar de las personas aisladas, así como en las manifestaciones colectivas de apoyo a un castigadísimo cuerpo médico o de desaprobación de la monarquía.
Y, sin embargo, la reconducción de lo que consideramos una conducta desviante pasa fácticamente por recurrir a la policía. Como si la función de regulación del orden social pasara necesaria y ahistóricamente por ese cuerpo de seguridad separado del resto del cuerpo social.
El antropólogo Pierre Clastres explicaba que, en las llamadas sociedades primitivas, el poder (la esfera de la política) no estaba separado de la sociedad, ya que quien ejercía el poder era un miembro del grupo. Con el proceso de diferenciación y burocratización asociado a la división social del trabajo creciente de las sociedades industriales y capitalistas, no obstante, dicha pertenencia se erosionaría. Esta transformación conllevaría la emergencia, según Norbert Elias, de unas redes de interdependencia hasta entonces inimaginables y la separación de la esfera (de la) política del cuerpo social.
Desde esta óptica, lo que nos revela la crisis del coronavirus y las denuncias entre vecinos, entre otros, es la dificultad de controlar socialmente nuestra conducta mediante mecanismos comunitarios e interiores al grupo mismo, tal y como estudió, histórica y antropológicamente, el antropólogo Gregory Bateson. Nos referimos a aquellas sanciones laterales como el chisme, el rumor, la mirada de desaprobación o la imposibilidad misma de imaginarse el transgredir aquél orden colectivo concebido como único orden posible.
Lo que nos revela la crisis del coronavirus y las denuncias entre vecinos es la dificultad de controlar socialmente nuestra conducta mediante mecanismos comunitarios y propios del grupo social
Esta regulación opera, en términos bourdieusianos, bajo la forma de disposiciones duraderas, es decir, de inclinaciones a pensar o a hacer, interiorizadas mediante nuestra socialización e incrustadas y naturalizadas en el cuerpo inconsciente y tempranamente. Dichas disposiciones al autocontrol normalizan una regulación del tipo comunitario basado en el control horizontal, haciendo innecesarios —a menudo, que no siempre— los dispositivos heterónomos.
Sin embargo, las sociedades con Estado -y con Estado policial- se han socializado de una forma radicalmente distinta en las dimensiones securitarias y judiciales. Las nuevas formas de socializarnos a la reparación y a la justicia pasan por el punitivismo; la justicia retributiva, en la que, tal y como indicaba Durkheim, predomina la noción de castigo en detrimento de una justicia restaurativa (restauración de los vínculos sociales afectados). Es, a fin de cuentas, algo a tener en cuento para quienes reflexionamos sobre alternativas antiautoritarias en las que la heteronomía antropológica no pasa necesariamente por el punitivismo estatal.


