Los que hemos leído el libro Metáforas de la vida cotidiana, de George Lakoff y Mark Johnson, sabemos que “nuestro sistema conceptual ordinario, en términos del cual pensamos y actuamos, es fundamentalmente de naturaleza metafórica”. Alerta porque afecta al pensamiento y la actuación. Por lo tanto “los procesos del pensamiento humano son en gran medida metafóricos”. Las metáforas que utilizamos nos hacen ver y vivir la realidad de una manera determinada. “El tiempo es oro” lleva de la mano convicciones como “no lo podemos perder”. Por lo tanto, siguiendo esta lógica, distraerse es una actividad que merece ser censurada. Y en según qué contextos, jugar también.
Estos días tan extraños que vivimos se nos dice que estamos en guerra y todos sabemos que una guerra es otra cosa. Una guerra no es un rato de cola en el súper sabiendo que acabarás encontrando la mayoría de cosas que necesitas, incluso esta metáfora en la que hemos convertido el papel higiénico. Una guerra es hacer cola y no saber si encontrarás nada o si caerá una bomba que soltará un soldado que seguirá las órdenes del ministro de Defensa de su país, que será el ministro de la Guerra del país enemigo.
Si aceptamos que estamos en guerra contra un virus, tenemos que aceptar que se nos trate como soldados. Y a un soldado se le educa para que no piense. Esto me lo enseñó un oficial de artillería -militar muy inteligente, ya que los que se dedican a los cañones suelen tener más de una carrera- un día que nos dijo que le preguntáramos lo que nos inquietara y que olvidáramos que llevaba galones. Por lo tanto, admitía caballerosamente preguntas impertinentes. Y ante la expresión del sin sentido que tenían para nosotros tantas y tantas horas de instrucción, ir arriba y abajo haciendo ejercicio con el fusil, el oficial nos dijo que todo iba dirigido a despersonalizarnos, a convertirnos en seres sin capacidad de decisión y que si recibíamos la orden de atacar al enemigo poniendo en serio riesgo nuestra vida, obedeciéramos sin discusión posible.
Yo no quiero ser soldado, porque quiero mantener dos cosas. La primera es mi capacidad crítica ante todo lo que tenemos que hacer para evitar caer enfermos o contagiar a las personas con las que convivimos. La segunda es porque mi obediencia está fundamentada en la confianza que tengo hacia quien me gobierna y hago mía la orden que me da; no porque se me pueda multar o detener, sino porque confío plenamente. El confinamiento surge de la necesidad, de la protección de un bien como es la vida, no del poder que tienen según qué estamentos.
Yo no quiero ser soldado porque quiero mantener mi capacidad crítica y porque mi obediencia está fundamentada en la confianza no por el miedo a la represalia
Por ejemplo y entrando en el ámbito escolar: si pedimos que las criaturas transiten por los pasillos de la escuela sin hacer ruido no es porque los maestros seamos amigos del silencio o lo consideremos un valor absoluto, sino porque hay gente que trabaja. Y si practico un deporte, la regla la hago mía porque emana de la necesidad de poder practicarlo, no porque una autoridad externa lo decida.
Si pensamos en el mundo educativo necesitamos revisar muchas metáforas. Una que he combatido (¡ay, que se me escapa la metáfora bélica!) Es el uso del sintagma “línea de escuela”, porque si pienso la escuela como una línea, la veo como una sucesión de puntos bien ordenados en que uno sigue a otro y así hasta el infinito. La línea de escuela entendida así distorsiona la realidad. Si aceptamos que es una línea, tendremos que pensar no en una línea recta dibujada con una regla sino en la línea que podemos hacer con la prosa de Proust, que si el personaje explica que se levanta de la silla para ir a la puerta, este trayecto dura diez páginas porque en medio surgen hechos, recuerdos, sensaciones … y la línea se enreda de mala manera, porque así es la vida y así es la escuela.
Para describir la realidad actual propongo más bien la metáfora de quien está en el balcón o la ventana. Recuerdo a mi madre sentada tardes enteras de verano en el balcón de casa conversando con las vecinas. Y ¿de qué conversaban? De todo, del mundo y de sus circunstancias, de la vida y de la muerte, desde los temas más sagrados hasta una recopilación desordenada de todo tipo de cotilleos. Y ahora vemos que los balcones y las ventanas son ágoras donde alguien canta, otro grita a las bolitas del quinto que juega con diferentes vecinos y un tercero descubre que los que viven justo delante de su balcón tienen tres criaturas, dos gemelas y ahora sabe sus nombres.


