Morir no siempre es fácil y menos en nuestros tiempos; ahora que vivimos de espaldas a la muerte y con el imaginario que la vida eterna es posible, o casi posible. Ahora que la muerte se niega a través del silencio o se expone con sensacionalismo. Ahora que el cientifismo y los protocolos se imponen a la naturaleza humana de la muerte. Y menos aún cuando se muere fuera de casa y en una instalación hospitalaria en medio de máquinas, tubos, y bajo medidas de aislamiento porque se tiene una enfermedad altamente contagiosa, como son un gran número de muertes causadas por la epidemia actual.

Cada persona puede tener su propia idea de lo que considera una buena muerte, que es única, personal y social a la vez. En situaciones no excepcionales, muchas personas piensan y transitan por el proceso de muerte de acuerdo con sus propios valores, lo que muchos reflejan en la declaración de voluntades anticipadas. Aparte de los valores de carácter individual, el concepto de buena muerte gira también alrededor de unos valores colectivos que han sido recogidos en la legislación, como el respeto a la autonomía, la dignidad, el acompañamiento, la atención profesional cuando es necesario, o la minimización del sufrimiento.

Estos valores individuales y colectivos interpelan a los profesionales y las instituciones sanitarias que intervienen en la mayoría de los procesos de final de vida, y no es excepcional que la atención a las causas biológicas pase por delante de la obligatoriedad de conducir y acompañar la buena muerte, como advierte el Comité de Bioética de Catalunya: «A parte de los profesionales que tratan directamente la persona enferma, la institución también es responsable del proceso. La preocupación por la eficiencia de la prestación sanitaria, a menudo con criterios economicistas, científicos o de gestión, puede pasar por delante de la preocupación por la calidad global de la muerte de los enfermos».

Desafortunadamente, esto está pasando de una manera sangrienta en la actual epidemia por Covid. La elevada mortalidad que conlleva, el miedo, y la seguridad de los demás está poniendo en duda los valores y los derechos de las personas en relación con la muerte. Los esfuerzos para priorizar las intervenciones técnicas, las medidas de protección y de limitación de la propagación, y la sobrecarga de los profesionales, han llevado a un segundo plano las condiciones en que las personas mueren. 

Priorizar las intervenciones técnicas, las medidas de protección y limitación de la propagación, y la sobrecarga de los profesionales, han llevado a un segundo plano las condiciones en que las personas mueren

En muchos hospitales hay pacientes que mueren solos en un ambiente frío, rodeados de máquinas, sin compañía y sin poderse despedir de sus queridos. Si tienen suerte, habrá una sanitaria enfundada en una vestimenta protectora que le sostendrá la mano con la suya enguantada. Las UCIs o los respiraderos no son los únicos recursos para atender a las personas enfermas, que, a parte de las necesidades respiratorias, tienen otras en el terreno afectivo y emocional.

Gloria, Enfermera hospitalaria, dice: “lo más duro cuando muere un paciente es ver a la familia con mascarillas gritando desde la puerta: ‘¡Papá, te queremos!’. Y tú te acercas y, aunque esté sedado, le dices que han venido a despedirse. A veces hace algún gesto. Después sus lloran. Yo lloro con ellos”. El alcance de la epidemia, y el miedo a la extensión plantea un conflicto ético entre la seguridad y los derechos de las personas a despedirse de los familiares y de éstos a despedirse de la persona que les deja.

Se dice que los familiares no pueden estar junto a los enfermos porque se podrían contagiar y porque no hay suficientes equipos de protección individual. ¿Pero alguien ha preguntado si los familiares estarían dispuestos a asumir el riesgo y pasar luego un período de aislamiento por contacto? ¿Tan difícil es conseguir una mascarilla quirúrgica, guantes y bata, que es lo que aconseja la evidencia?

De hecho se puede hacer de manera diferente, no en todos los hospitales pasa lo mismo. En el hospital de Sant Pau, y ahora también en el pabellón de IFEMA de Madrid, por ejemplo, han puesto en marcha un plan para enfermos en proceso de final de vida que permite que un familiar esté acompañando al enfermo hasta el momento final, con el compromiso de respetar a posteriori las medidas de confinamiento. También están implantando formas de comunicación a través de teléfonos móviles, tablets, etc …

En algunos hospitales han puesto en marcha un plan para enfermos que permite que un familiar esté acompañando al enfermo hasta el momento final, con el compromiso de respetar a posteriori las medidas de confinamiento

Respetar los derechos de los enfermos y sus familiares debería ser motivo de preocupación de las instituciones sanitarias, de cada una de ellas, y también debería formar parte de los protocolos y las instrucciones de las consejerías de salud. No se puede caer esta carga sobre la espalda de las profesionales, que bastante tensión están soportando.

El miedo, tan presente en nuestra sociedad y más en la situación actual, convierte en aceptables medidas que en otras circunstancias no lo serían. ¿Hasta dónde estamos dispuestos a llegar? ¿Qué derechos democráticos estamos dispuestos a perder en función de la seguridad? ¿Seremos capaces de compaginar la emergencia sanitaria y la democracia, como pregunta  Géraldine Schwarz? ¿Qué estamos dispuestas a ceder para retrasar la fecha de la muerte? En el balance de la epidemia deberán contar los muertos (por esta causa y por todas las demás) como los costes sociales y de pérdida de libertades.

Tantas heridas costarán de cerrar, más aún si al dolor por la muerte no participada sumamos el dolor por un entierro sin los rituales que en nuestra cultura cierran la vida y nos separan definitivamente de los cuerpos de las personas queridas. Entierros en ataúd cerrado, sin gente, a veces sin nadie, sin abrazos, con mascarillas y sin flores. Siete minutos para el difunto. Cementerios llenos de cuerpos sin vida, ceremonias mínimas, una oración breve y quizás llevarse la urna con las cenizas a casa para hacer allí la despedida que no se ha podido hacer.

Todavía nos queda mucha epidemia y por desgracia muchas muertes, pero estamos a tiempo de reparar este error. Llamamos a las instituciones a hacerlo en todos los hospitales y residencias de ancianos, como parece que empieza a plantear la Conselleria, y quizás deberíamos empezar a pensar en cómo celebrar, cuando termine el confinamiento, ceremonias colectivas de despedida que reparen los daños causados y los derechos conculcados y ayuden a mitigar el dolor personal y social. 

Y quizás habrá que pensar maneras colectivas de acoger el sufrimiento de las personas que han perdido a alguien y de acompañar un proceso de duelo que será personal y colectivo. Una vez más, las intervenciones comunitarias pueden ser más efectivas y menos iatrogénicas que formas individuales y psicologitzadores que ya deben estar en la cabeza de alguien.

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