En 2002, cuando yo todavía estaba en primaria, vivimos el SARS, el síndrome respiratorio agudo grave. Aquella epidemia duró casi dos años (la OMS declaró que se había contenido en julio de 2003 pero hubo casos hasta mayo de 2004). Y tiene algo en común con la actual pandemia de la Covid-19. Se sitúan en el mismo origen geopolítico: China. En ese momento yo tenía 11 años recién cumplidos y recuerdo que en casa hablábamos de ello. De la familia en 北京 (Bei Jing).
Recuerdo las llamadas que hacíamos con las tarjetas por minutos que comprábamos los fines de semana cuando íbamos a los supermercados chinos de Barcelona. También tengo un ligero recuerdo de angustia y preocupación por una realidad que no veía ni vivía directamente. Una realidad que en casa la sentía en boca de mi familia y que cuando salía de ella para ir a mi escuela, en Arenys de Mar, no parecía existir. Sensaciones similares, de hecho, a cómo han sido para mí este enero y febrero, pero añadiendo diferentes episodios racistas en Barcelona.
A principios de este año, con las primeras noticias que nos llegaban de China, nosotros ya empezábamos a preocuparnos. Pensábamos en todo lo que habíamos vivido y sabíamos que, en el momento que se hiciera difusión de la noticia, muchas niñas y niños lo pasarían mal. Peor, de hecho. Peor, de todo: de señalamientos, de risas, de insultos, de bromas racistas.
En una de esas conversaciones, en enero, mi amiga Isa, médico de cabecera, me dijo: “Yo recuerdo cuando pasó todo esto del SARS, tengo la imagen de unos niños que se apartaban de mí en medio de las escaleras de mi cole, como si les fuera a infectar de algo”. Se hizo el silencio, durante el cual nos mirábamos. Lo sabíamos, pero no encontrábamos las palabras. Que la impotencia del momento teníamos que afrontarla con paciencia.
Durante las semanas siguientes, cuando todavía no estábamos confinadas y no había ningún problema aparente, ya vivimos diferentes episodios violentos. Episodios que son los de siempre, pero maquillados con otras palabras, con justificación suficiente para que las personas que lo veían se autoconvencieran de que “claro, si es china: es sospechosa”. También nos llegaban mensajes y experiencias de amigas y amigos, de familiares, en sus trabajos, en sus universidades, por la calle, en el transporte público, en las tiendas, los restaurantes … y también nos llegaban (y veíamos) cosas que pasaban dentro de las escuelas y los institutos.
Que a las primas de una amiga las han insultado en su cole. Que a la hermana de la otra, el profesor de su instituto le ha dicho “cuidado no nos vaya a infectar de coronavirus”. Que las familias con las que trabaja la otra amiga, están preocupadas y ven que hay más actitudes racistas. Que se apartan, que se tapan la nariz y la boca y corren, que ríen. Que las familias van a los centros y el profesorado no siempre ve problemas. Que una joven de uno de los centros educativos donde trabajo, ha pasado de ser “la china” o “la chinita” a ser “la coronavirus”.
Que las compañeras del chico de primaria se quedan en la puerta y que no quieren entrar “porque dentro está en Zhao Lei y tiene el coronavirus”. Que mi prima mayor va preocupada al instituto porque tiene conciencia del racismo, desgraciadamente consecuencia de muchos episodios de acoso racista. Que a mi prima pequeña casi la echan de clase porque le decían… sí, que tenía el coronavirus. Que si voy a trabajar a diferentes centros educativos y en medio de las actividades me preguntan “Cristina, ¿tienes el coronavirus?” Y con todo, sabéis, yo también he aprendido a sospechar. Y sospecho cada vez que alguna persona me dice “ya, pero esto en mi centro no ha pasado”.
Me gustaría, por un momento, descentralizar el debate del racismo -sin menospreciar su importancia- en torno a la ley de extranjería, los CIE, los centros de menores, de las violencias y abusos de poder hacia las personas racializadas. Me gustaría, por un momento, incluso, no tener que entrar en el debate de la segregación escolar, tan compleja y tan difícil de accionar porque implica que se tambaleen los privilegios para la parte de la sociedad que no le afecta directamente. Ni quiero entrar en el debate sobre el estigma y la fácil etiqueta centro educativo de alta / máxima complejidad -sabiendo que uno de los criterios es la presencia de “diversidad cultural” .
De hecho, tampoco quiero entrar a desgranar cómo el racismo, como sistema y por lo tanto estructura, se manifiesta y se impregna por las diferentes capas de nuestro sistema educativo. Y tampoco cómo esta sospecha a que me he referido, de hecho, es muy presente hacia otros cuerpos racializados percibidos como “peligrosos” y “terroristas” (incluso, dentro de nuestros centros educativos). No por voluntad, sino por espacio. Ya que, a pesar de esta pincelada (porque no nos olvidemos), quiero volver al tema de debate que quería llevar. Quiero entrar, directamente, a preguntaros, comunidad educativa:
¿Cuando nos atreveremos a nombrar al racismo?
Si lo vemos y no intervenimos, como cualquier otro acoso escolar, somos cómplices. Si no lo vemos, no lo sabemos detectar, entonces tenemos un trabajo por hacer. Para empezar a hacer, digo, para empezar a ver y detectar, estaría bien. Pienso que estaría bien empezar a debatir sobre un tema que es tabú, sobre el que no tenemos formación ni conocimientos, ni herramientas o estrategias para intervenir diariamente. Un aprendizaje para la vida, a lo largo y a lo ancho, si desea, en nuestra jerga.
Romper con el tabú del racismo, atrevernos a construir herramientas y estrategias, para intervenir… también es romper con un sistema educativo tradicional. Es romper con la reproducción de unas prácticas obsoletas con las que hemos aprendido (en nuestra escolarización) y con las que nos hemos formado (como profesionales). Es superar un sistema educativo que nos ha mantenido al margen invisibilizando una realidad que nos ha afectado y nos sigue afectando, a miles de personas leídas, categorizadas automáticamente como “inmigrantes, extranjeras, no autóctonas, de fuera, de origen cultural diverso” .
Pienso que transformar la educación no es sólo repensar el currículo, el tiempo escolar, los espacios físicos, las comunidades, los vínculos fuera de los centros educativos, etc. Transformar la educación también es humanizarla. Y humanizarla es acercarla a la vida de las personas, es concienciarlas, es nombrar las desigualdades, la inequidad, dentro del sistema educativo. Es desafiar la estructura desde nuestra cotidianidad. Es, entre otros, hablar de racismo.
¿Qué haremos cuando volvamos a los centros?
Se ha puesto sobre la mesa la necesidad de flexibilizar el tiempo y readaptar las exigencias anuales a la situación actual. Se ha hablado de acompañar el duelo, de sus vivencias durante el confinamiento. También se ha hablado de poner las emociones en el centro, el afecto, de acompañarnos todas juntas.
Estoy de acuerdo, y mucho. Tanto, que dada la historia presente, pienso que es necesario y urgente (aunque deberíamos haber empezado ayer o antes de ayer), preguntarnos con más detalle: ¿cómo acompañaremos a las y los estudiantes de ascendencia china (y a aquellas que se las lee como chinas aunque no lo sean), en la vuelta a un espacio físico donde han sido sujetos discriminados con más permisividad que nunca? ¿Qué haremos? ¿Querremos o podremos hacer algo? ¿Le daremos importancia? ¿Trabajaremos individualmente, en grupo-aula, como centro? ¿Trabajaremos dentro del equipo directivo y docente?
No son “más deberes”, “más horas”, “más materias”, es dar espacio a la vida
Es, como ya decían algunos artículos previos que se han publicado en este medio, escuchar y dejar hablar, compartir. Encontrar los recursos que faciliten la expresión de sus propias experiencias y vivencias, sin anularlas. Por el contrario, es el reto para encontrar, entender, los lenguajes expresivos los que ellas y ellos podrán (si quieren, claro) compartir su vivencia. De alguna manera, es llevar a las aulas temas de debate que incomodan, que no podemos controlar, que pueden generar un ambiente hostil, tenso y violento.
Es, pues, asumir que estos momentos de debate pueden tener lugar dentro de las aulas y que nosotros nos encontraremos en el (des)equilibrio entre nuestra labor profesional y nuestros valores, nuestras propias emociones. Es dar espacio para tomar conciencia de la incomodidad que puede generar y es, al mismo tiempo, que este rol como adultas, como profesionales, no nos haga huir de debates imperfectamente reales. Es, en las escuelas y en los institutos, dar espacio a la vida. Es, en definitiva, dar valor a nuestras vidas.
(…)
Soy la que lleva confinada
desde enero, cuando sonó
la primera alarma en 武汉(Wuhan).La que no va a olvidar
que le dolió un mes
el nombre de este virusahora, que en ocho días,
se ha vuelto un dolor global.
Fragmento final de Soy, poema que escribí cuando llevábamos una semana de confinamiento


