La ciencia ficción de principios de siglo preveía que los gobiernos tendrían posibilidades de controlar los movimientos y las acciones de los ciudadanos a través de diversos dispositivos. Podrían llegar a calcular, incluso, el momento exacto en el que mañana cometeríamos un crimen. En Minority Report (2002), Steven Spielberg y el héroe, Tom Cruise, utilizaban a seres especiales cableados a cientos de potentes computadoras que, unidos, eran capaces de establecer una predicción: la sentencia previa.

Los seres especiales cableados a cientos de potentes computadoras fueron reemplazados, a partir de 2008 —otra fecha trágica para la generación— por trabajadores gratuitos y 24 horas disponibles. Los nuevos trabajadores no implicaban costes de mantenimiento y, lo más importante, ellos solos, bajo los impulsos prosaicos de autopromoción, eran capaces de alimentar, reproducir y defender la nueva adicción propuesta.

Grandes compañías tecnológicas conectaron a sus centros de datos todos los terminales de los usuarios de internet a través de aplicaciones cercanas, amigables, atractivas y adictivas. Los usuarios aceptaron la nueva moda y, a su vez, el pacto de gratuidad de acceso a los servicios a cambio de que controlaran, ellas, las grandes compañías, todos sus movimientos. Todos. Absolutamente todos. Los financieros, los sentimentales, los invisibles, los sanitarios.

Los nuevos seres especiales de bajo coste duermen, sueñan, comen, compran, están con sus hijos y viajan cableados. Las grandes compañías reciben cada día los datos diarios de casi cinco mil millones de personas en el mundo. Todas las aplicaciones de los dispositivos portátiles, asumidas como apéndices del cuerpo humano, recogen información que se envía, al instante, a las grandes computadoras. En ellas, la información no solo se almacena, sino que se analiza, se compacta, se compara, se vende y se utiliza para diseñar y modelar conductas, controlar los marcos emocionales y orientar las opiniones, las selecciones, los deseos y los gustos.

Todas las aplicaciones de los dispositivos portátiles, asumidas como apéndices del cuerpo humano, recogen información que se envía, al instante, a las grandes computadoras

Los seres especiales, usuarios de las redes sociales —que en realidad son solo cuatro gigantescas compañías—, regalan toda la información para que las grandes computadoras predigan el futuro cada uno de ellos a través de cajas negras, oscuras e inaccesibles: los algoritmos.

Los usuarios de internet aceptaron las condiciones de uso, ante el miedo de perderse algo de lo que pasaba en su Instagram. Ante el temor de que Google dejara de buscar para ellos en un rastreo filtrado por el propio algoritmo individualizado. Ante el pavor de perderse al usar un mapa impreso para llegar a un punto desconocido en la ciudad propia. Es gratuito, nos justificamos en la búsqueda de satisfacer nuestro ego racional, como autoengaño. Porque, en realidad, alimentamos las ganancias de las grandes compañías al producir, para ellas, el cien por cien de sus contenidos por los que, a cambio, recibimos cero céntimos.

El contrato firmado permite acceder a cientos de ‘beneficios’: enviar mensajes a través de plataformas controladas; recibir información de interés propio sin siquiera pensar —porque la que no interesa, pero puede ser relevante, desaparecerá por completo de nuestra pantalla—, o superar los controles editoriales de los diarios porque hay nuevas plataformas (cada vez menos) que permiten aglutinar a todos los diarios, así esa plataforma sea controlada por una única persona. A eso lo hemos llamado diversidad informativa.

El mismo miedo a quedarse fuera de un canal (privado) de expresión y miles beneficios, incluso ha hecho que los seres especiales defiendan a las grandes empresas. Lo nunca visto. Compramos en su día el mito de una red social desde la cual se va a hacer una revolución (instagrameada). Porque la revolución es justo lo que defenderá la propia red social (que cotiza en Wall Street) que, además, sabe cuándo se llevará a cabo. Las defensas de Trump a las redes y a sus monopolios universales deberían hacernos pensar un poco más.

Las defensas de Trump a las redes y a sus monopolios universales deberían hacernos pensar un poco más

En el universo privado, que garantiza un perfecto y sofisticado control de quiénes somos y, seguramente, de quiénes seremos, a cambio de algunos servicios principalmente emotivos, la privacidad ha pasado a ser, como lo señaló el dueño del imperio, Mark Zuckerberg, una cuestión sobrevalorada. No es transparente lo que hacen con nosotros, pero lo damos por maravilloso, como esencial. Aunque sepamos que nuestros datos son vendidos, comercializados, usados, triturados y utilizados, nos encanta que una voz hable y responda nuestras preguntas desde un altavoz inteligente que escucha y siente todo lo que hacemos en la sala de casa.

Todo lo que nuestros hijos e hijas hacen, gritan, juegan o lloran. Nos complace que conozca toda nuestra intimidad. Cedida. Pagada por el usuario, que paga para cederla al altavoz como objeto de deseo, un dispositivo de alta gama y buen diseño.

La paradoja es trágica y curiosa. Trágica por su propia invisibilidad. Los seres especiales se revuelven, se revolucionan, se alteran —sobre todo en las tres redes sociales— cuando una iniciativa de un gobierno, en tiempos de pandemia, plantea realizar un control geolocalizado de la población para intentar tener más información sobre la expansión de un virus letal.

Cuando tan solo se plantea los seres especiales y sus medios de comunicación (que también usan las redes) claman, histéricos: ¡En dónde va a quedar nuestra privacidad! ¡El gobierno quiere controlarnos! El poder más avanzado que jamás haya existido es aquel auto-ejercido por los propios seres especiales, que viven en El mundo feliz.

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