El otro día hice un tuit diciendo que la reacción (o más bien, la no reacción) ante la sentencia del Supremo sobre el caso Palau, que confirmaba la que había emitido el TSJC, decía mucho de los estándares morales de la sociedad catalana. Iba en la línea de lo que escribí después de la confesión de Jordi Pujol. Nos las damos de civilizados y europeos, pero al final hacemos lo mismo que en todas partes, o peor que en todas partes.
Al fin y al cabo, la sentencia de la Gürtel llevó a la caída del gobierno Rajoy. La del Palau, que avala las sospechas del 3%, ha pasado de puntillas. Los convergentes (reconvertidos, refundados o enmascarados) siguen al frente de la Generalitat. ERC no dice ni mú. La oposición pide comparecencias en el Parlament. Pero la sociedad, que es lo que me preocupa, se lo traga todo sin mover una ceja.
Aquí había un esquema de desvío de fondos públicos. Aquí se concedían contratos de obra pública a quien pagaba dinero negro al partido del gobierno a través de un entramado. Aquí se ha demostrado (en un solo caso) que Convergència recibió 6,6 millones de euros de forma ilegal durante al menos diez años. Y no pasa nada. Y nadie dice nada. Y todo el mundo traga. Sobre todo los que luego dan lecciones de superioridad moral (¿cómo lo decía Pujol? “En adelante, de ética y moral hablaremos nosotros. No ellos”). Somos una sociedad comodona, autoindulgente, sobre todo con los “nuestros”, obviamente. Esto es lo que dice de nosotros la sentencia del Palau, o lo que hemos dicho nosotros después de confirmarse la sentencia.
Somos una sociedad comodona, indulgente, sobre todo con los “nuestros”. Esto es lo que dice de nosotros la sentencia del Palau
Pero en Twitter la conversación (por llamarla de alguna manera) a raíz de aquel primer tuit no ha ido por aquí. En parte es culpa mía, porque en el tuit contraponía lo ocurrido en Catalunya (es decir, nada) con lo que pasó en España con la Gürtel. Así que yo mismo abrí el camino a la comparación. ¿Con la Gürtel? No tanto. Con cualquier otro episodio que encajara para desautorizar mi tuit (el rey emérito, los ERE, los GAL… ¡incluso ha salido Filesa!).
Como si las desgracias ajenas pudieran lavarnos la cara a nosotros. También han salido los presos políticos, claro. Por otra parte, todo ha acabado yendo a los partidos. Que si estos han hecho. Que si los otros aún más. Yo hablaba de la sociedad, de todos nosotros, ¡del país! De cómo podemos mirarnos en el espejo y estar contentos de la imagen que proyectamos como país.
Sí, seguramente soy un señuelo por intentar iniciar un debate en un espacio como Twitter. Pero es que el debate no se ha producido. En ninguna parte. Un poco en la prensa, donde se supone que se producen este tipo de debates (dejen de lado la televisión, no es el mejor medio para este tipo de “conversaciones” y en cualquier caso la única cadena en catalán no hará nunca este debate, ya que se ha convertido en altavoz de una posición política determinada).
En ninguna parte. En parte porque está la epidemia de la Covid, en parte porque en estos tiempos acelerados nuestros la sentencia del caso Palau ya estaba enterrada de hace tiempo. Pero esto no puede ser excusa. Una sociedad sana debate, discute, se interroga. Y nosotros no lo somos. Tampoco es que seamos muy diferentes de los demás.
Quizá sí tenía razón Thatcher y no existe eso de la sociedad (en parte gracias a ella y sus políticas, es posible que no estuviera hablando de la realidad sino del futuro que ella divisaba, y tenemos que admitir que era una visionaria excepcional). Hay facciones, burbujas, individuos sordos a las razones de los demás. Puede que no se pueda tener el debate. En Catalunya, en España y en ninguna parte. Entonces tendremos que admitir que somos como todo el mundo, los catalanes. Nada menos, ni mejores ni peores. Tan miserables, aturdidos, ensimismados, agobiados, presentistas, egoístas, desorientados como cualquier habitante de este planeta.
Puede que no se pueda tener el debate. En Catalunya, en España y en ninguna parte. Entonces tendremos que admitir que somos como todo el mundo, los catalanes. Tan miserables, ensimismados, egoístas y desorientados como cualquier habitante de este planeta
Desterrados por intereses que no sabemos a quién favorecen, manipulados y llevados de aquí para allá, enrolados en una especie de fuerza de choque de discursos que no admiten ni crítica ni alternativa, que nos llegan directamente al bolsillo donde guardamos el móvil. Individuos tan necesitados de arraigo, de protección, de cobijo, de coordenadas, en un mundo que no entendemos, que nos supera, que nos tritura y nos escupe, en el que acabamos siendo militantes furibundos de los “nuestros”, sean quienes sean, pero que siempre tienen razón, que siempre son las víctimas de la injusticia, los injuriados, los inocentes, los puros.
¿Es posible, en un mundo como éste, la conversación más allá de la militancia? ¿Es posible la mirada crítica y colectiva sobre nosotros mismos? ¿Es posible mirarnos sin apriorismos? ¿O ya sólo es posible la irreductible defensa de grupo, los “nuestros” frente a los “otros”?


