La tragedia del coronavirus ha mostrado su cara más cruel en las residencias de mayores. En torno al 70 % de las personas fallecidas vivían en una de ellas. Las cifras de muertos generales crecían al albur de lo que sucedía en estos centros. Tal era la magnitud del drama, que muchos gobiernos autonómicos tomaran la decisión de tomar el control: 58 residencias han sido intervenidas durante la pandemia.
Eran, en algunos casos, propiedad de grandes compañías y habían logrado, en repetidas ocasiones, ser las adjudicatarias de concursos para la gestión residencial. Se venden, casi siempre, como los adalides del buen hacer en el sector, pero, a la hora de la verdad, los ahorros en costes salen a flote en forma de carencias y son las Administraciones Públicas las que, otra vez, acuden a su rescate. También, afortunadamente, de las personas que en ellas residían. Aunque no siempre.
Más allá de las características inherentes a estos centros, muchas personas juntas con pluripatologías previas, que, lógicamente, los ha convertido en terreno abonada para la propagación del virus, el desastre vivido evidencia un sistema plagado de taras.


