Desde el año 2010 soporté con creciente perplejidad y estoicismo todos los signos de euforia independentista de muchos de los amigos de toda la vida. No me oponía frontalmente a la idea de autodeterminación, pero temía que la derecha, factora del proyecto, los embaucaría con promesas de un futuro de felicidad a cambio de esconder un presente de miseria neoliberal y corrupción. En cada manifestación alegre y festiva yo les recordaba que Artur Mas había pactado los presupuestos con el PP, que la ley de estabilidad presupuestaria catalana era más bestia que la española, y que provocaría un desmantelamiento de los servicios públicos de lo cual tardaríamos décadas en recuperarnos, tal como se iba viendo.

También les advertía de la trampa para esconder los tejemanejes convergentes de las comisiones y el saqueo del Palau de la Música que podía representar todo ello. Pero estaban tan entusiasmados con el sueño del paraíso nacional que cada día explicaban con gran vehemencia Catalunya Ràdio y TV3, y que replicaban con el mismo énfasis y pocos argumentos la mayoría de medios, incluidos algunos como El País que presumen de rigurosos y progres, que nunca conseguí abrir un debate mínimamente crítico, y al final lo dejé estar, más que nada por no tener problemas con ellos. Al fin y al cabo somos amigos, y siempre los respeto en todo.

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