El jueves 12 de marzo por la tarde anuncié a mis estudiantes de la universidad que se suspendían las clases, que volvieran a casa y que, a partir de la semana siguiente, las haríamos online. Se quedaron estupefactos y me acribillaron a preguntas que no supe responder: ¿tan grave es esto del coronavirus? ¿Será por muchos días? ¿Cómo seguiremos las clases desde casa?

Tenía frío al llegar a Premià aquel anochecer; era la sensación helada que provoca la incertidumbre de no saber hacia dónde iría la vida el día de después. No tenía respuesta a ninguna de las preguntas de los estudiantes, y tenía aun muchas más cuestiones sin respuesta que me daban vueltas en la cabeza, algunas de las cuales todavía no me he atrevido a decir en voz alta. Sentía el vértigo, pero era incapaz de ver hacia dónde me precipitaba.

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