La grandeza y las miserias de la transición falsamente modélica se concentran en quien era a la vez problema y solución: Juan Carlos de Borbón, heredero de Franco. El único impulso capaz de conducir el complejo militar-industrial, sus cotos de bienestar privilegiado y las fuerzas de choque del dictador por la senda del sufragio universal y la partitocracia sin exclusiones. Fintando con perspicacia hacia el lado bueno de la historia, el Borbón campechano pronto aprendió a pilotar una institución tan anacrónica como ninguneada o bienvenida por conveniencia. Rotó del centro a la izquierda, de Suárez a Carrillo, pasando por su predilecto González, tejiendo una malla de complicidades que desembocó en un entendimiento histórico, que a su vez produjo décadas de progreso.

Sin embargo, ante nuestra pasividad culposa aquel mal menor lleva tiempo haciéndose mayor y estos días se ha convertido en crisis institucional sin precedentes. El Monarca, que por fortuna se dejó ir de sí mismo para flirtear con la izquierda, por desgracia se ha saltado sus ejes vitales y profesionales hasta devaluarse en un peligro público deslocalizado.

Que el Rey simpaticote tenía prontos despóticos y le gustaba la buena vida sin ser un bala perdida saltaba a la vista. Bronca fenomenal a Calvo-Sotelo en el palco del Bernabéu durante la final del Mundial-82; desplantes a Sofía y las escapadas de ésta a la India para consolarse con su madre; los mocos a la prensa, etcétera. Las intemperancias adoptaron un sello de senilidad cuando atropelló a Hugo Chávez en una cumbre. La buena vida se plasmaba en los paddock, el yate Bribón, la caza mayor, las regatas y algunos viajes privados por alta mar de los que no se podía informar. Hasta el diario del conde de Godó se llevó un expediente por dar cuenta de una cana al aire, en este caso al mar.

Quien más quien menos intuía que la vida privada de Juan Carlos, sin ser un vivalavirgen exhibido, difería de los cánones católicos, apostólicos y romanos que presidían los fastos oficiales de un estado aconfesional. En el fondo nada grave en tierra cristiana donde todo pecado conlleva un perdón, y aún más de cintura para abajo por un celtiberismo exculpatorio más burdo que el galanteo laico francés. En España el sexo ha gozado de un pacto de silencio explícito para no ser utilizado en política de arma arrojadiza. ¿Así pues, cuál es la penalización social que merece el ex jefe del Estado? ¿Respetamos su vida privada o creemos, con Cicerón, que el ser humano es un continuo de decorum, y por consiguiente quien incumple en secreto el compromiso afectivo con los suyos o vulnera de puertas adentro la sobriedad de su código de conducta mal puede cumplir su compromiso en promesas políticas?

En España el sexo ha gozado de un pacto de silencio explícito para no ser utilizado en política como arma arrojadiza. Así pues, ¿cuál es la penalización social que merece el ex jefe del Estado?

Algunos ejemplos dispares en la escena universal pueden situarnos. John F. Kennedy, un calavera en toda regla, ejerció la presidencia entre un rumor general de adulterio continuado hasta pasar a la historia como un supermán en lo político y un donjuan en lo humano. Su hermano Edward, casado, vio hecho añicos su futuro político desde la noche que pasó el fin de semana con su secretaria, Mary Jo Kopechne, en la isla de Chappaquiddick. El coche cayó al río cuando la pareja salía de tomar unas copas y ella falleció ahogada. El candidato demócrata Gary Hart desafió a la prensa a pillarle en falta y el Miami Herald le descubrió una amante llamada Donna Rice. El candidato renunció.

En la moralidad yanqui o nipona la mentira sexual se paga. (En la práctica la mujer está sexualmente subordinada al hombre, impulsado éste al adulterio como ella a la fidelidad). El “lapsus de juicio” que, según Bill Clinton explicaba su relación amorosa “impropia” con una becaria en la Casa Blanca, casi echó a perder su mandato. ¿Por hacer sexo en horas de oficina? En esencia, por negar la relación. Su mandato, aún manchado de embuste y semen, por este orden, ha pasado a la posteridad como encomiable en lo económico y político.

Giorgios Papandreu brinda un paralelismo más manejable. El primer ministro griego ya anciano se prendó de una azafata joven, alta y rubia, Dimitra Liani, y del Olimpo descendió a las profundidades del desprecio popular. Amén de corruptelas con personajes conocidos a través de Dimitra, en 1986 Papandreu excusó su presencia en la conmemoración del primer aniversario del terremoto de Kalamata alegando “asuntos de trabajo”, cuando el trabajo era un viaje de placer con Dimitra. El problemazo surge allá y aquí cuando la vida privada irregular de un estadista adquiere relevancia pública. Cuando las juergas las pagamos entre todos. La sexpolítica del tarambana Berlusconi era delictiva por sus fiestas con menores, pero su extrema toxicidad residía en la confusión estructural entre lo colectivo y lo íntimo.

El problemazo surge cuando la vida privada irregular de un estadista adquiere relevancia pública. Cuando las juergas las pagamos todos

En el asunto del rey de España, dicho con respeto técnico a la presunción de inocencia, pero sin ceguera ante la enorme sombra que proyectan las acusaciones, los datos apuntan a un abuso de poder o de la confianza otorgada a un sujeto político, una deslealtad con el sistema normativo para obtener un beneficio particular y una rotura de la ética política. Ingredientes clásicos de la olla podrida de la corrupción, que entra en ebullición con la salsa picante del triple escándalo: sexual, financiero y abusón.

En la relación Juan Carlos-Corina las conexiones presuntamente corruptas con regímenes impresentables elevan la disipación privada a un rango político innegable de irresponsabilidad. El vividor se hace vivales. Consecuencia: se desploma una figura clave en la estabilización de España tras la Guerra Civil, se abre la sospecha en pasajes básicos de la transición, se reblandece una parte fundamental de los cimientos de la Corona y se precipita el reinado vigente, convenga o no, en una tormenta perfecta indisociable de quien reinstauró la monarquía.

Durante los años de plomo en que odios irreconciliables, terrorismo y contraterrorismo nos asfixiaban día sí y día también, algunos renunciamos a la búsqueda de absolutos para entregarnos al cuidado diario de lo posible. Del sentido de libertad que algún día habría de salvar las barreras de una democracia que nacía con miedo a sí misma y se erizaba de pésimas defensas. Para quienes fuimos juancarlistas por obligación, porque más vale reforma desde arriba en mano, que cien revoluciones volando, sobre todo cuando la reforma acaba en ruptura pactada, resulta dolorosa la autodestrucción del juancarlismo; asumir la cara fea de un icono empático que se jugó la suya por la reforma cuando muchos de sus predicadores ni creían en ella.

Para quienes fuimos juancarlistas por obligación, porque más vale reforma desde arriba en mano, que cien revoluciones volando, resulta dolorosa la autodestrucción del juancarlismo y asumir la cara fea de un icono empático,

Quién iba a decir que el Rey deportista era partidario de aplicar al bolsillo la doctrina de “quien no se dopa no gana” con la codicia del avaro de Molière. Nos sorprende porque en buena parte hacer la estatua nos ha entumecido o nos ha dejado costra. Por acción u omisión caímos en el silencio, el papanatismo de peluquería, la adulación, la coñita o el reproche anecdótico. Como si la sonrisa cachonda mereciera un tupido velo de benignidad cuando asomaban la nariz noticias indiciarias sobre la fortuna real del Monarca a través de sus contactos con Colón de Carvajal o el príncipe Tchkotoua.

La mayoría mediática optó por la coba zalamera, y al niño mimado le encantó. De ahí que en 2011 a las primeras reprobaciones de envergadura imputara a la prensa el querer matarle clavándole un pino en el vientre. Entre todos convertimos la monarquía en un atenuante kleenex. Mea culpa por no haber criticado el caldo de cultivo de la degradación de Juan Carlos I con el mismo énfasis del elogio al legado indiscutible de un franquista de aluvión que desmontó el franquismo donde más le dolía.

Una personalidad relevante del PP me reveló hace años que en ocasiones don Juan Carlos hacía esperar a las visitas en la Zarzuela porque jugaba con un tren eléctrico. Lo escribí en un libro de ridículos políticos y nunca fue desmentido. Ahora sabemos que el tren (de vida) era de alta velocidad.

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