
Más allá de pandemias, reyes fugados, crisis económicas y vacaciones, hay una realidad que sigue dañándonos, que sigue matándonos y que no para. No entiende de estaciones ni de agendas políticas. La violencia machista mata, agrede y veja todos los días del año, aunque no lo contemos. Sobretodo, si no lo contamos.
Hace años que, a raíz de casos de violación y violencia, transluce una cierta inmunidad judicial -e incluso social- hacia los agresores. Se siente como si la muerte de mujeres por el simple hecho de serlo, como si el uso y abuso de sus cuerpos no fuera prioritario. Parece que sólo nos preocupemos de ello cuando no hay nada más “importante” o “urgente” de lo que ocuparse. O cuando se acerca el 8M, por eso de quedar bien con el movimiento.
A veces apetece ‘tomarse la justicia por la mano’ para que el próximo se lo pensara dos veces antes de dañarnos. A veces apetece. Pero lo que siempre nos queda es que la solidaridad, el apoyo mutuo entre nosotras, la sororidad, es la mejor arma que tenemos. Y, a veces, parece que la única.


