Joan Benach, profesor e investigador en salud pública en la Universidad Pompeu Fabra y director del Grupo de Investigación en Desigualdades en Salud – Employment Conditions Network, defiende que hay que crear un modelo sanitario “público, de calidad y no precarizado, basado en la atención primaria, comunitaria y los servicios sociales, que potencie la fabricación pública de medicamentos y que potencie la investigación”.
Benach considera que, ante la segunda ola de la pandemia, no se han invertido recursos suficientes para conseguir un servicio potente y eficaz de rastreadores, así como tampoco se han hecho suficientes tests ni se ha reforzado sustancialmente la atención primaria, los servicios sociales o las actuaciones de salud pública.
¿Cómo ve la situación y evolución actual de la pandemia? ¿Conocemos realmente todos sus efectos?
Realmente desconocemos la evolución de la pandemia. Es previsible que la situación empeore en invierno, pero realmente todo son especulaciones. Aún tenemos una visión superficial y muy incompleta de los cambios y efectos de la pandemia sobre la salud colectiva y las desigualdades de salud. A mediados de octubre, el número oficial global de muertes en el mundo sobrepasa el millón de personas, de las que oficialmente unas 34.000 habrían producido en España. Pero sabemos que hay un “exceso de mortalidad” (es decir, el número de muertes por todas las causas superior al que habríamos esperado ver en condiciones ‘normales’) respecto a años previos que seguramente ya está cerca de las 60.000 muertes (y la situación parece mucho peor en países como Rusia, Perú o Ecuador).
Esto no quiere decir que todas las muertes sean por Covid-19, pero sí muchas se dan por el contexto social y sanitario que tiene lugar a su alrededor: enfermos diagnosticados y tratados tardíamente con enfermedades oncológicas, pulmonares, de salud mental y otros. A falta de disponer de una evaluación profunda, hay tres temas importantes que hay que valorar: la debilidad de los sistemas de información y vigilancia epidemiológica y de salud pública existentes, que hace muy difícil la comparabilidad de los indicadores entre y dentro de los países; el uso partidista y poco transparente con que muchas instituciones y gobiernos utilizan los datos y los indicadores, como muestra el caso de la Comunidad de Madrid, por ejemplo; y la misma dificultad científica de comprender todos los impactos psicosociales y de salud (muertes, enfermedades, problemas crónicos, sufrimiento, etc.), en grupos y lugares diferentes. Creo que tardaremos bastante en saber los efectos entrelazados de las múltiples olas sanitarias que se extienden y refuerzan mutuamente junto a los impactos económicos, laborales y sociales, en olas de corto y largo plazo. En todo caso, creo que de momento vemos sólo la punta del iceberg de lo que está pasando.
¿Cree que se ha hecho frente de forma adecuada a las varias fases de la pandemia? ¿Ha quedado mucha gente atrás?
Se nos ha repetido que “nadie quedaría atrás” pero, hablando en general, ya que la actuación de las comunidades autónomas que tienen las competencias sanitarias ha sido diferente, hay que decir que mucha gente ya estaba atrás, y que no se han puesto suficientes herramientas, medios ni voluntad política para que esto pudiera cambiar. La primera fase de la pandemia se caracterizó por el desconcierto. Se sabía que podía ocurrir, lo había advertido mucha gente: científicos, instituciones, informes de la OMS, la CIA, el Pentágono, Bill Gates, Obama… Pero no se hizo caso. Se nos ha repetido que teníamos un sistema sanitario muy bueno y es cierto si lo comparamos con muchos países del mundo, pero es un sistema muy insuficiente para hacer frente a los problemas de salud de la gente y una pandemia complicada como la que vivimos.
Durante muchos años, las políticas neoliberales, la acción conjunta de gobiernos y empresas en favor de éstas, los recortes de la crisis del 2008, y otros factores precarizaron la sanidad pública, sobre todo la atención primaria y los servicios sociales, al tiempo que el peso se ponía cada vez más los hospitales, tecnologías y medicamentos, sin invertir en salud pública (vigilancia, prevención, planificación, educación, etc.). Con la pandemia, no se ha planificado ni coordinado suficientemente, ha habido falta de previsión y capacidad de anticipación, ha faltado liderazgo y participación comunitaria, no se ha previsto el peor escenario, y no se ha invertido lo suficiente en sanidad y salud pública y servicios sociales. Ante esto, la solución “final” con confinamientos que ayudan a frenar la expansión del virus, y con la restricción de actividades comerciales y cotidianas, no pueden ser una alternativa a tener una salud pública con los medios adecuados para planificar, vigilar, educar, prevenir y actuar con diligencia y efectividad.
¿Y respecto a la segunda fase de la pandemia?
En la segunda fase, el modelo de actuación tampoco ha sido bueno; pienso que se caracteriza por tener tres rasgos: la casi “ausencia” de la salud pública, la generación de segregacionismo y discriminación, y la “normalización” de una pandemia que ya es crónica. En cuanto a la salud pública, parece claro que no se ha priorizado suficiente en invertir recursos y conseguir un servicio suficientemente potente y eficaz de rastreadores, ni se han hecho suficientes tests, ni se han empleado los fondos necesarios para reforzar sustancialmente a la atención primaria, los servicios sociales o las actuaciones de salud pública. Las huelgas recientes son la prueba. En cambio, se ha optado por plantear restricciones de la actividad laboral, el consumo, o el ocio de forma reactiva y no demasiado efectiva, sin poner suficiente hincapié en la restricción de actividades interiores, la promoción de hacer el mayor número de actividades posible al aire libre, y la mejora del transporte público. Creo que podemos decir que no se ha planificado con tiempo ni se han previsto los peores escenarios, que no se ha hecho una campaña educativa comunitaria, pedagógica, con mensajes claros y masivos a los jóvenes y a las personas mayores, ni tampoco se ha realizado una campaña de intensa participación comunitaria.
El segregacionismo tiene que ver con un control de la pandemia casi “militar”, por “derrotar” al virus en una “guerra” donde se pone el peso en los factores mencionados y la responsabilidad individual, a la espera de que haya una vacuna segura y efectiva. Los barrios obreros ya arrastraban problemas de segregación social y los peores indicadores socioeconómicos, pero en lugar de invertir masivamente en servicios sanitarios, sociales y educativos, va la policía a realizar controles. El tercer punto es normalizar una pandemia ya crónica que recae sobre una sanidad pública colapsada crónicamente con unos profesionales agotados, precarizados… y contagiados. Cuando la población no puede acceder ni recibir los servicios sanitarios que necesita, se puede decir que el sistema está colapsado. No se puede contemporizar y “normalizar” una situación que mata, crea sufrimiento y desigualdades en tanta gente. En dedicar los recursos disponibles en la Covid-19 no se pueden atender otros casos de enfermedades y problemas de salud. Por tanto, no podemos seguir con medidas “de quita y pon”, reaccionando reactivamente, hay de una vez hacer inversiones profundas en sanidad y salud pública y cambiar una situación pandémica que podría durar tiempo.
La pandemia ha amplificado las desigualdades de salud ya existentes en unos barrios y grupos sociales con muchos problemas y necesidades previos.
Los datos indican que las capas más empobrecidas de la población están más expuestas y que hay un mayor impacto del virus en barrios trabajadores y de renta baja. ¿Podemos decir, pues, que el coronavirus distingue entre clases sociales? ¿Las pandemias son también un problema de desigualdad social y sanitaria?
Tampoco aquí tenemos una visión bastante precisa, pero sí sabemos que el virus no afecta igual a todos y que hay grupos sociales muy desigualmente afectados por la pandemia. Por ejemplo, en la primera ola de la pandemia, alrededor del 70% de las muertes se produjeron en las residencias geriátricas. Durante muchos años no se invirtió en servicios públicos, se externalizar las residencias a empresas, aseguradoras y fondos especulativos que encontraron un mercado rentable para hacer negocio y parasitar sin control democrático en el sector público. Con toda impunidad, precarizaron al personal, ahorraron en material básico y mantenimiento, redujeron la calidad de servicios y degradaron la atención y condiciones higiénicas y de alimentación.
Otro caso son los trabajadores y trabajadoras “esenciales” (al principio llamados héroes y heroínas) de sectores productivos y cuidados precarizados y feminizados, que se localizan en los barrios obreros. La pandemia ha amplificado las desigualdades de salud ya existentes en unos barrios y grupos sociales con muchos problemas y necesidades previos. El discurso hegemónico de los medios de comunicación se centra en el virus, la biología, los mal llamados “estilos de vida” y la responsabilidad individual, y la atención médica especializada hospitalaria (sobre todo en las UCI) y los tratamientos y vacunas para resolver biomedicamente el problema. Es una mirada miope, errónea y falsa, porque los factores decisivos que explican el origen y evolución de la pandemia y su impacto en forma de desigualdades son, en gran medida, los determinantes sociales de la salud, como la precarización laboral, la pobreza, los problemas de vivienda o las injusticias ambientales, entre otros, ligados a las políticas públicas y la desigual distribución del poder.
Así pues, las acciones de quienes tienen más poder y deciden las políticas son decisivas para salvar vidas o bien para matar desigualmente a la gente. Para reducir las desigualdades habría que hacer políticas radicales, profundas y sostenidas, como implantar una fiscalidad mucho más progresiva, reformar el modelo de estado de bienestar en la sanidad y la salud pública, los servicios sociales y los cuidados, invertir en educación, reducir el tiempo de trabajo, incluir la renta básica universal, hacer una transición ecológica y energética rápida y muy profunda, y cambiar un sistema productivo, financiero, de consumo y cultural, que haga frente a la grave crisis sociosanitaria y ecosocial que enfrentamos.
Hay que crear un modelo sanitario público, de calidad y no precarizado, basado en la atención primaria, comunitaria y los servicios sociales, que potencie la fabricación pública de medicamentos y la investigación.
En un artículo reciente señaló que hay que crear un Servicio Nacional de Salud en Cataluña. ¿Qué características debería tener?
La salud colectiva, no depende fundamentalmente -como a menudo se cree- de la biología y la genética, los estilos de vida y la atención sanitaria, sino de la política, las políticas públicas y los determinantes ecosociales de la salud. La salud de la gente depende también de la salud pública, la disciplina que tiene como objetivo prevenir la enfermedad, proteger, promover y restaurar la salud de toda la población. Esto incluye, por ejemplo, mejorar la salud laboral y ambiental, construir una potente red de vigilancia epidemiológica, desarrollar la participación comunitaria, o planificar intervenciones a largo plazo para mejorar la salud y aumentar la equidad. Actualmente los recursos de la salud pública son ínfimos (menos del 2% del presupuesto de salud) y su visibilidad social es casi inexistente. Sabemos de la importancia de la salud pública, pero desgraciadamente esto no forma parte todavía del saber hegemónico de la mayoría de la gente, o incluso del de muchos profesionales sanitarios y los servicios sociales.
¿Qué hacer para reforzar el sistema de salud pública de Cataluña?
El modelo hegemónico no es el más efectivo, ni el más eficiente, ni el más equitativo, ni el más humano. Es un modelo biomédico y reduccionista que fragmenta el cuerpo y olvida la integralidad psico-bio-social humana. Un modelo que acentúa la biomedicina, los hospitales y servicios especializados, la tecnología y utilizar demasiados medicamentos, y que genera una búsqueda más centrada a publicar en revistas de alto impacto y buscar beneficios económicos que en la salud colectiva.
Hay que cambiar las prioridades de forma radical. Hay que crear un modelo sanitario público, de calidad y no precarizado, basado en la atención primaria, comunitaria y los servicios sociales, que potencie la fabricación pública de medicamentos y materiales sanitarios, y que potencie la investigación aplicada para resolver los problemas de salud reales que sufre la población. Un modelo que desmedicalice la salud y utilice de forma medida la tecnología, que trate a personas enfermas y no a enfermedades u órganos enfermos… y que sea participativo y democrático. Para hacer todo esto es imprescindible abrir un gran debate social cambiando la cultura de la salud, fortalecer las agencias de salud pública, desarrollar la legislación e invertir masivamente en sanidad pública, en servicios sociales y en salud pública. No podemos seguir haciendo medidas parciales y reactivas. Hay que crear un Servicio Nacional de Salud público, bien financiado, de calidad y democrático al servicio del pueblo. Y necesitamos también, no lo olvidemos, que este nuevo modelo esté en sintonía con la crisis de civilización que vivimos (de salud, cuidados, económica, ecológica y política), donde tendremos servicios con menos energía y recursos.
Para conseguir un modelo que favorezca al conjunto de la humanidad necesitaríamos medicamentos y vacunas de propiedad y gestión pública, con un elevado control democrático y comunitario.
La búsqueda de la vacuna es presentada como una gran esperanza, pero el sistema internacional de investigación biomédica y farmacéutica parece organizado al servicio de los intereses de los grandes laboratorios multinacionales internacionales.
No soy un especialista en este campo, pero me parece que se ha creado una visión distorsionada sobre las vacunas que genera falsas impresiones y esperanzas. Aunque en pocos meses los avances en el conocimiento han sido bastante grandes, creo que hay que tener mucha humildad con relación al virus y el desarrollo de vacunas. Lo primero es buscar vacunas seguras sin o con pocos efectos nocivos para luego mirar su efectividad, pero estas pueden ser variables como acontece en otros casos. La vacuna de la gripe tiene, por ejemplo, una efectividad baja, mientras que la del sarampión es barata y efectiva. Hoy no sabemos cuál será la efectividad de las vacunas de la Covid-19 ni, de hecho, la conoceremos del todo hasta dentro meses, como tampoco sabemos si el nivel de inmunidad será suficiente para evitar nuevas reinfecciones. Esto quiere decir que, previsiblemente, las vacunas no permitirán acabar con la pandemia de forma inmediata tal como lo presentan los medios de comunicación. Por lo tanto, debemos tener en cuenta la incertidumbre existente y las previsibles limitaciones de su efectividad.
¿Qué papel juegan las patentes farmacéuticas en la determinación de la orientación de la investigación? ¿Cree que habrá algún mecanismo que haga accesibles las vacunas y que puedan ser distribuidas por todo el mundo?
Creo que tenemos muchas preguntas sobre la mesa sin aún una respuesta clara. ¿Quién producirá la vacuna? ¿Quién la controlará? Una gran parte de la investigación biomédica se paga con fondos públicos, pero el control, producción y comercialización de la vacuna está en manos privadas. Para conseguir un modelo que favorezca al conjunto de la humanidad necesitaríamos medicamentos y vacunas de propiedad y gestión pública, con un elevado control democrático y comunitario. ¿Habrá patentes? ¿Se producirán vacunas genéricas para que todos puedan protegerse, seguramente de forma limitada? ¿Qué harán los Estados? ¿Si no pueden comprar los medicamentos, producirán genéricos? ¿Aunque tengamos una vacuna efectiva, se distribuirá a toda la humanidad? ¿Cómo y quién lo hará? Esto puede ser un proceso que dure muchos meses, si no años. Hay muchos factores sociales, económicos, técnicos y políticos que determinarán su distribución y su impacto. En definitiva, aunque tengamos vacunas seguras y efectivas, todo apunta a que no será la panacea que resuelva la situación que tenemos. A corto o largo plazo, como cualquier otra pandemia anterior, resolveremos la situación. El problema será cuál será su coste social y sobre quién recaerá este.
¿La crisis actual de la pandemia del coronavirus es exclusivamente un problema de origen sanitario o bien hay otros elementos causales? ¿Cuáles son las condiciones económicas y ambientales específicas que han propiciado el surgimiento del virus y su expansión?
Los medios de comunicación ofrecen una visión demasiado superficial sobre la pandemia sin que casi nunca hablen de las causas sistémicas que la han generado. Siempre ha habido -y siempre habrá- pandemias en la historia humana, a veces con efectos espantosos, pero el aumento global de enfermedades infecciosas de los últimos decenios nos debería hacer pensar que las causas de la pandemia están ligadas al modelo económico ya la crisis eco-social que padecemos, que a la vez se asocian a la dinámica propia del capitalismo.
Esto lo muestran los estudios científicos cuando los integramos con una visión crítica y transdisciplinaria. Por ejemplo, el biólogo Rob Wallace explica que la aparición del virus está muy ligada a la alteración global de ecosistemas, la deforestación y pérdida de biodiversidad, el modelo agroindustrial, el tipo de producción ganadera y en la búsqueda de rentabilidad al coste que sea necesario de las corporaciones multinacionales. Y el biólogo Fernando Valladares comenta que el mejor antídoto contra el riesgo de pandemias sería preservar la naturaleza y proteger la biodiversidad de los ecosistemas y la genética, recordándonos que interponer especies entre los patógenos y el ser humano es el mejor cortafuegos para protegernos. Si a esto le añadimos la rápida urbanización y crecimiento masivo del turismo y viajes en avión, y la mercantilización y debilidad de los sistemas de salud pública tenemos la tormenta perfecta para una o muchas pandemias.
Detrás de todo esto encontramos el capitalismo y su consustancial lógica de acumulación, crecimiento económico, búsqueda de beneficios y desigualdad que choca con los límites biofísicos planetarios. En definitiva, las circunstancias en que las mutaciones víricas pueden amenazar la salud y la vida dependen de la sociedad y, en gran medida, de una lógica capitalista extractiva y depredadora.
Más tarde o más temprano, superaremos la pandemia, pero el virus de acumulación, crecimiento ilimitado y despojo en que se fundamenta el capitalismo está en guerra contra la humanidad y está destruyendo la vida.
Aunque con el inicio de la pandemia se hablaba de un cambio de paradigma, parece que hemos vuelto a las mismas dinámicas económicas y ambientales de siempre. ¿Cree que realmente hemos aprendido algo de la pandemia?
Desgraciadamente no me parece que estamos aprendemos demasiado. La pandemia ha mostrado nuestra fragilidad como individuos y como sociedad. En plena crisis, durante varios meses, nos hemos hecho un poco más conscientes de que sin el trabajo esencial de mucha gente trabajadora que siempre ha sido despreciada no podemos vivir. Y muchos han entendido -quizás por primera vez- que la sanidad pública y el trabajo de cuidados es fundamental. Ahora, las inercias económicas, políticas y culturales del mundo que vivimos hacen que cambiar no sea nada sencillo. Y además, vivimos en un mundo tan rápido, con tantos impactos, que no nos queda ni tiempo para reflexionar, recordar y ser conscientes de las cosas.
Durante esta pandemia se han muerto millones de personas de hambre, han muerto de millones de niños por enfermedades diarreicas… Se nos dice que hay que volver a la “normalidad” o una “nueva normalidad”. Pero la “normalidad” en el mundo es que dos terceras partes de la población sobrevive con menos de 5 dólares al día, que 2.500 millones de personas no tienen un hogar para vivir en condiciones, que beben agua potable contaminada, y que mucha gente respira, bebe y se alimenta con tóxicos que dañan la vida y la salud. Y la “normalidad” en Cataluña y España es que una de cada cuatro personas está en situación de riesgo de pobreza y exclusión, y más de la mitad de la población tiene dificultades para llegar a fin de mes. No nos podemos “adaptar” a esta realidad y volver a la normalidad. Me gusta repetir la conocida sentencia del filósofo hindú Jiddu Krishnamurti al decir: “no es signo de buena salud estar bien adaptados a una sociedad profundamente enferma”.
La pandemia ha sido una catástrofe y un trasiego general, ha trastornado el sistema productivo y el crecimiento económico que las élites buscan y necesitan como una droga. La pandemia ha cambiado la sociedad de arriba abajo, pero esto no quiere decir que ahora mismo exista la capacidad de cambiar el mundo a mejor. En todo caso, aunque no sea sencillo cambiar la situación actual, habrá que hacerlo, habrá que cambiar radicalmente mediante una lucha organizada, inteligente y persistente donde sepamos juntar muchas fuerzas locales y globales. Como decía el filósofo coreano Byung-Chul Han, «el virus no acabará por sí solo con el capitalismo, ni tampoco lo hará con un neoliberalismo que infecta las mentes y destruye las vidas».
¿Cuáles son los retos claves de futuro que nos plantea esta crisis de civilización a la que antes hacía referencia?
Los seres humanos no sólo necesitamos la naturaleza, sino que “somos naturaleza”. El hecho de concebirnos como algo superior a la naturaleza se liga en buena parte a la crisis de civilización que padecemos. Cualquier acción que dañe nuestro entorno nos daña a nosotros, ya sean los químicos que introducimos en el medio ambiente, el aire contaminado que produce ocho millones de muertes anuales, o la destrucción de la biodiversidad. Desde un punto de vista global, es necesario comprender con la profundidad necesaria la crisis climática que ya está generando tantos y tantos problemas (olas de calor, subida del nivel del mar, contaminación del aire, macroincendios, etc.) que afectan la salud humana y los animales, pero también hay que ser conscientes de la crisis ecológica en un sentido más amplio. Los países, las empresas y los grupos sociales ricos son los grandes responsables. O bien conseguimos reducir y cambiar el tipo de producción industrial masivo (mejorando su eficiencia), al tiempo que cambian nuestras vidas cotidianas con menos consumo, la producción de bienes de consumo más esenciales y cercanos, y la creación de una economía solidaria y homeostática, que gaste mucha menos energía y adapte el metabolismo ecosocial a los límites biofísicos de la Tierra, o no tendremos futuro.
El 2019, por ejemplo, se sobrepasaron (la “extra-limitación” o overshooting, en inglés) los límites biofísicos del planeta el 29 julio; en 2020, con la pandemia y la parada económica, se ha ralentizado un poco, produciéndose en la tercera semana de agosto. Esto no es sostenible. Por poner un ejemplo, es como si talásemos árboles de un bosque a mayor velocidad que la capacidad que tiene de regenerarse, y lo hiciéramos cada vez más aceleradamente y con una madera que va a las manos de unos pocos privilegiados. El capitalismo se multiplica constantemente como si fuera un virus. Funciona como una máquina imparable que se organiza con una estructura financiera y social alrededor del imperativo de la acumulación para tratar de conseguir un crecimiento permanente y acelerado del PIB en forma exponencial, con todo lo que ello conlleva de gasto energético, uso de materiales y recursos. Por mucho verde que pintamos la economía o las empresas, o por mucho que usamos palabras como ‘sostenibilidad’ o ‘resiliencia’, esto no puede continuar indefinidamente. Tendremos que decrecer selectivamente, por las buenas o por las malas, como explica muy bien el físico y divulgador de la crisis energética Antonio Turiel en su último libro “Petrocalipsis”. Más tarde o más temprano, superaremos mal que bien el virus biológico, superaremos la pandemia, pero el virus de acumulación, crecimiento ilimitado y despojo en que se fundamenta el capitalismo está en guerra contra la humanidad y está destruyendo la vida.


