El poder monopolizador de la pandemia sobre nuestras vidas ha eclipsado el análisis com cal de los dos años del activista intelectual Joaquim Torra al frente del Gobierno, o mejor, en el frente del Gobierno catalán, en representación vicaria del ex presidente Carles Puigdemont. Un bienio convulso, marcado a fuego por el penoso autodescenso de la Presidencia de la Generalitat a la segunda división de la política, competición subalterna de bronca, triquiñuela, barro y rastreo de tobillos donde mandan quienes pretenden la victoria sin importarles su precio. Las metáforas futbolísticas no son gratuitas: Torra ha sido el típico jugador que entra en las postrimerías del partido porque no lo quieren de titular y busca la tarjeta al no tener más argumentos que la autoexpulsión.
Han sido dos años malgastados en la simbología alocada del desplante, la provocación y el sectarismo como banderas de conveniencia en el crescendo del proceso divinizado, aunque impracticable hacia la implantación de un régimen nacido del desprecio a la ley. Dos años que haríamos mal en despachar a la luz cegadora de Covid, como la consolidación en la Gran Adversidad de la magna obra de CiU y PP, cuando en comunión de intereses nos dieron el tirón neoliberal perpetrando los recortes sociales más profundos de la historia de Catalunya. Fiel a su corazón convergente, Torra ha dado otro empujón cómplice para esfumar todavía más nuestros derechos convertidos desde entonces en negocios, pero, aun siendo ésta la cuestión de fondo para quienes no comulgamos con las excelsitudes de la catacracia y tentetieso, no es el sello distintivo de un mandato de identidad comunitaria sobrexcitada y agitada como vector dominante de las conciencias doloridas. De un tiempo laberíntico, traumático, altanero, revanchista, de presión monolítica sobre la ciudadanía y progresivamente reductor de la pluralidad, cuyo principal damnificado puede acabar siendo el propio independentismo, tan digno de respeto y proximidad cuando se desprende de absolutismos y denuncia con la fuerza de la razón donde otros escurren el bulto.
Torra es un intelectual en el peor sentido del término y las secuelas de su período de estancamiento y fractura deben imputarse de entrada a Artur Mas, el muñidor de la privatización de la política en una democracia formal. El responsable de la rendición de los partidos clásicos a los pies de dos movimientos de masas afines, de modo que unas elites catalizadoras reemplazaran a los siempre engorrosos politburós partidarios por unas coreografías de gama alta. Tirem pel dret. El tamaño importaba en la naciente estrategia de los atajos de desconexión, se fundiera lo que se fundiese en cortocircuitos. Los movimientos nacionales de principios inmutables nacidos extramuros de las urnas tenían la misión de dinamizar y homogeneizar la sociedad hacia una doctrina única donde acción y pensamiento vistieran el mismo uniforme. Para situarnos: Mas fue su padrino, Puigdemont la mascota teórico-jurídica de su apoteosis y Torra, el actor secundario que doblaba al protagonista ausente en las escenas de músculo. En un hombre de acción amores son obras y el hoy inhabilitado situó todo el poder vigorizante de las instituciones en la desembocadura a la calle. El asfalto fue la panacea, la prima de Zumosol, el programa-programa-programa. Solo una gripe global pudo jugarle de tú a tú.
Tampoco cabe ver en Torra a un ejemplo más de la inadecuación de los intelectuales para hacer política (de Sartre a Vargas Llosa, Semprún o Mc Govern). Valga un ejemplo de Salvador Allende, escogido por un tercio del pueblo chileno como pal de paller de la izquierda para reforzar el andamiaje democrático y no para jugar a Fidel Castro. El extremismo izquierdista, sin embargo, se empeñó en driblarle y dar un salto cualitativo en el vacío, tomando tierras y fábricas, y convirtiendo las calles en campos de batalla hacia un estatismo neurótico. El comunista integrador Allende se plantó en las facultades bloqueadas por la revuelta para replicar a voz en grito: “Todo buen revolucionario debe ser un buen estudiante universitario”. Los excesos de un radicalismo mesiánico atemorizaron a buena parte de Chile y aportaron caldo de cultivo para el período más funesto de su historia.
Salven todas las distancias e intensidades, que son muchas, busquen de buena fe paralelismos, que los hay, y comparen aquella encrucijada con la consigna del President a los Comités de Defensa de la República para “apretar”. En ambos casos queda al descubierto la esterilidad o nocividad de la política encarnada en rabia. Sería un simplismo fatalista afirmar que la causa ideológica de la causa es causa de la causa del mal causado. Pero la inducción iluminadora desde arriba a expresar con contundencia desde abajo la justa indignación (para Torra ira santa) contra unos tribunales, la plasmación en colosales marchas de su pacifismo emprenyat apropiándose de carreteras y su estampa surfeando en el tsunami quedan para la posteridad formando parte del mismo parque monotemático que los desmanes crepusculares surgidos cuando la espalda de las manifestaciones perdía su casto nombre. (Acotación: ¿cómo se puede poner a algo positivo por “democràtic” el nombre de un maremoto que dejó 280.000 muertos en el Índico?).
Perdón por si la analogía parece estrábica: si nadie en el Barça parece haber estado ante el Bayern la noche del 8-2 ni hallarse predispuesto al ejercicio decente de pedir perdón por colmar de vergüenza a los correligionarios, ni el torrismo interino ni el mando a distancia que mueve sus hilos parecen haber realizado autocrítica como dios manda del bienio que vivimos peligrosamente ni de los días de furia, cuando al sabotaje de inutilizar o estrangular vías férreas, calzadas y aeropuertos se unió el desahogo orgiástico contra contenedores en la capital. Desde el Palau se había echado leña retórica para avivar el fuego sagrado del agravio madrileño y el volcán incluso fue jaleado desde su terminal popular por la presidenta de la ANC, en virtud de la erupción de noticias de caliente actualidad que significaba en los telediarios del planeta. El bienio incandescente vivió entonces sus horas de penumbra y agujeros muy negros. De silencios clamorosos que de tan calculados sonaban a una especie de barra libre al descontento. La pintoresca hipótesis judicial de la trama rusa tiene más trazas de ensoñación intransitiva o de espot publicitario (Assange) en alguna cabeza calenturienta, que de complot político-militar para desestabilizar España, el Mediterráneo y la OTAN, pero su indicio debe recordarnos el vértigo de aquel esprint a ninguna parte.
¿Pero qué superación dialogada del cul-de-sac de la vieja anormalidad catalana cabía esperar de un “independentista emocional” que se esteriliza cuando ha de mentar sus tabúes y se mantiene anclado en la dialéctica humeante y supremacista de los años 30? ¿Cómo depositar confianza en la administración cuidadosa de quien se consagra en destruir a su pareja dónde más duele para hiperventilar sus ansias de separación? Cierto: la España intransigente es a menudo un peso muy muerto y va de enemiga, el PP de Rajoy, Zoido y Fernández Díaz culminó la chapuza de su vida el 1-O, a la justicia española le pesan los fantasmas y le encantan los gatos de tres pies, la derecha adolece de espasmos trasnochados, la izquierda está mudita según para qué, nadie habría de estar preso por exhibir ideas legítimas y sobran argumentos de fuerte mala maror, pero aquí se muestra la idoneidad de un gobernante para no ser un pelele de filias y fobias, sino un gestor honesto de este revoltillo de razones y pasiones embutiéndolo en los marcos, lógicas y procederes de la legalidad territorial, para transformarla de raíz con filosofía persuasiva y votos. Torra prefirió el linchamiento moral preventivo de los árbitros y del VAR presuntamente carcomidos de parcialidad al combate neto de las ideas por su regeneración, que es la nuestra. Capitalizar el resentimiento de los mastegots del referéndum era más fácil y agradecido.
El líder penalizado por desobediencia reiterada es un activista en el peor sentido del término. Su movilización permanente con los CDR como force de frappe ha tenido ribetes de intifada, de “los muchachos” de Perón y de anarquismo italiano, así como de revolución lúdica para muy instalados, y poco de Luther King. Al gobernar para una selecta parte del electorado convencida de que se puede cambiar de patria como de calcetines, el legado de Torra para su comunidad entera es haber rebajado el arte de la política a una liturgia atropellada de mantras y medias verdades recalentadas. ¿Cómo decirles hoy a jóvenes independentistas armados de las mejores intenciones igualitarias y colectivistas – la república en sí es un bien muy apetecible – que en realidad rinden culto a un catecismo populista, que el derecho a decidir no está por encima de todo, que el colonialismo es otra cosa, que la política no se consuma en el pavimento y que la clase desheredada sigue ajena a las chucherías territoriales y a los navajazos tribales de un movimiento que se proclama el no va más de lo güay, pero que en cualquier recodo es capaz de agredir o descabalgar a “traidores” de la talla de Rufián o Tardà? ¿Cómo explicarles que sueños los tenemos todos, pero que por mucho soñar con un Porsche amarillo y carecer de medios para comprarlo no debemos encapricharnos de él hasta saltarnos el concesionario?
La arcada final de Torra sobre los partidos políticos revela hasta qué punto hemos expuesto el gallinero a un activismo precipitado. Piensen que Torra fue el primero en despedir a Messi y en ponerse de escudo humano de Heribert Barrera. (Quienes conocimos a Barrera hasta en su casa sabemos que su ejecutoria antifranquista fue tan loable como desastrosas sus frases salteadas sobre inmigrantes). Si al déficit del atropellamiento táctico añadimos la subordinación a Waterloo, los tics de un viejo etnicismo mal curado, un antiespañolismo hepático, la aversión a una Barcelona izquierdosa y cosmopolita, la renuncia a la moderación reflexiva y al gradualismo como medios de articular los valores e ideales de independencia en un proyecto político viable y reparador de heridas, comprobaremos que el daño del torrismo ha sido acaso irreparable.
Torra es hombre de hondas convicciones religiosas – tan hondas que la política es una religión más y la religión es una política unívoca -, que le aproximan a la voz más cavernosa de la iglesia catalana. Pero el President que lucía currículo académico, gestualidad canónica, hábitos de cenáculo, retórica de sacristía y silencios monacales, encerraba detrás de ellos una ristra de decisiones también refinadas, de una aridez y brusquedad implacables. La amonestación general del Pontífice por los modales abusivos en la pugna política de España llega tarde al profeta elegido para sacudir el cotarro, aunque uno cavila si alguien tan refractario a los errores y contradicciones propios como a las tesis y heridas del contrario se sentiría concernido por Francisco o despistaría silbando el himno del saltamarges así en la tierra como en el cielo.
Este artículo podría finalizar aquí, pero sería injusto. Ha sido precisamente en el terreno que menos gusta a Torra, la España de los quesitos en porciones, compendiada en un panel de monitores con los presidentes autonómicos tomando el café para todos de Moncloa y el imperativo categórico de remar en la misma dirección contra un virus, cuando el activista ha logrado hacerse un espacio de gestión interesante. Durante unos pocos meses la díscola Catalunya ha sabido cultivar la confianza del Centro de los Centros que ya logró la lealtad del PNV – del caserío me fío – y al tiempo generar políticas avanzadas y de peso propio. Unos cuantos tweets de escupitajos y estigmas no arruinan esta afirmación. El actor de reparto que venía a proclamar la República en un plis-plas ha interpretado su mejor papel como presidente de comunidad autónoma asimétrica. Pancho Villa no estaría contento. El doctor Luther King, sí.

