Los ataques a las sedes de algunos partidos políticos, las pintadas de claro signo xenófobo en algunos comercios, los tuits racistas de Josep Sort como “Haremos limpieza de españoles, promise!”, o los reincidentes tuits de Joan Canadell y Albert Donaire tachando de “nyordos” y “colonos” los contrarios a la independencia, ha sacado a la luz el discurso de odio de una ultraderecha independentista.

De los diferentes partidos de ultraderecha independentista con un discurso xenófobo, destaca el Front Nacional de Catalunya, que fue una de las ocho formaciones que participó en la reunión impulsada por el colectivo DONEC PERFICIAM el pasado 3 de diciembre, y donde también asistió Josep Costa, vicepresidente del Parlamento por JxCat, antes de pedir disculpas por twitter por un encuentro donde ERC, la CUP, el PDECat y Primarias declinaron participar. Pero, ¿por qué Costa participó en esta reunión?

Como advierte el periodista Roger Palà en Crític, si bien el Front Nacional de Catalunya es un partido residual, “ha conseguido avales para presentar listas en las cuatro circunscripciones catalanas: un hito nada despreciable en tiempos de pandemia”. Según Palà, “los votos del FNC pueden ser fundamentales a la hora de configurar el próximo Parlament. Aunque no obtenga representación, si hay votos indepes que van a parar al Front, la distribución de fuerzas podría alterarse”. Es en este contexto, según Palà, que la reunión de Josep Costa “para explorar alianzas electorales”, toma sentido.

Hoy, si bien el FNC casi no tiene representación (obtuvo sólo una concejala en Ripoll, Silvia Orriols, con 503 votos, un 9,44% de los votos totales), llama la atención la candidatura de Albert Pont, presidente del Círculo Catalán de Negocios (CCN), como cabeza de lista por el FNC para las elecciones del 14-F. Y también, la de Jaume Nolla, segundo en listas por FNC y conocido locutor de RAC1. Dos candidaturas relevantes que justificarían que el FNC pretende jugar fuerte las cartas que tiene.

Con todo, y pese a que la posible representación de un partido como FNC en el Parlament de Catalunya hoy por hoy parece difícil, inquieta el flirteo entre miembros de JxCAT como Joan Canadell (que ya fue uno de los ideólogos del CCN) y Josep Costa con partidos de ideario xenófobo. Como inquietan, también, los tuits violentos de Sort y Albert Donaire, que no sólo desarrollan el discurso de odio, sino que degradan la esfera pública. Porque la democracia, como explica el filósofo Daniel Gamper, “la democracia exige una conversación pública inclusiva”.

Como explica en Catalunya Plural Xavier Rius i Sant, especialista en movimientos de ultraderecha, “la ultraderecha independentista siempre ha sido muy residual y anecdótica”. Y añade: “mientras políticamente no se plasme, no hay un problema real“. Rius i Sant señala que, entre otras razones, la falta de un líder sin complejos como un Ignacio Garriga de VOX por parte de la ultraderecha independentista, complica que estas organizaciones puedan entrar en el Parlament. Ahora bien, ¿que estos partidos no tengan representación, significa que debemos menospreciarlos? ¿Cómo tenemos que comprender esta ultraderecha?

El riesgo de ‘nosotros’ contra ‘vosotros’

Para buscar respuestas a estas preguntas debemos observar el contexto europeo. Desde una óptica nacionalista independentista catalana, el FNC comparte rasgos comunes con otros movimientos populistas xenófobos esparcidos por Europa, como la inclinación por la idea de pueblo/nación, en oposición al concepto de ciudadanía, el rechazo a la inmigración (especialmente la musulmana ), la necesidad de identificar un enemigo o una intensa actividad en redes sociales para transmitir su argumentario sencillo y sentimental.

Así, según su manifiesto fundacional, el FNC pretende recuperar los conceptos de ética, orden y disciplina “característicos del pueblo catalán”, y con la voluntad de ensanchar la formación, llama a todos a adherirse para vivir “de acuerdo con la manera de ser tradicional catalana”. Además, declara que fomentará “el patriotismo, entendido como un sentimiento de pertenencia nacional”. Es, precisamente, en la ambigüedad del concepto ‘pueblo’, donde estos populismos elaboran una de las claves de su discurso esencialista: la pretensión de ser ellos quienes representan el verdadero pueblo, la genuina nación. De ahí, que en sus decálogos, muchos populismos apelen a la historia. Por ello, desde el FNC, se definen como “herederos de los patriotas que en 1940 se agruparon bajo un mismo frente para combatir la dictadura militar de Franco y la ocupación de Catalunya”.

De hecho, la identificación con la idea de pueblo/nación , les permite legitimar su razón de ser: salvar, proteger y luchar por el pueblo. Según su manifiesto, “como hombres y mujeres”, los miembros del FNC son “parte del Pueblo Catalán, un nosotros conformado por herencia y por voluntad”. Y sin que haya diferencia entre razón de ser y objetivo, en una simbiosis cerrada entre existencia y finalidad, declaran su objetivo: “conseguir la independencia, la plenitud y la prosperidad de la Nación Catalana”. De hecho, de la apelación a la identidad de un nosotros, se deriva el discurso emocional, dramatizado y retórico que despliegan estos populismos, más basados en el sentimiento que en la razón. Pero, también, recurrir al sentimiento les permite atraer las personas desencantadas por las actuales democracias.

Por su discurso esencialista, estos populismos convierten identitarios. Y al mismo tiempo, sólo pueden explicarse a sí mismos por oposición a otro. De hecho, cuanto más excluyentes, más reafirman su identidad de patriotas de verdad. De ahí, la necesidad de un adversario, de un enemigo. Para Trump, un caso ya paradigmático, el enemigo es cualquiera que cuestione su noble objetivo del Make America Great Again. Para muchos otros populismos, la inmigración suele ser el chivo expiatorio. Por ejemplo, el FNC establece que invertirá todos los esfuerzos para “regular y controlar la inmigración según los intereses del conjunto de los catalanes y las necesidades de nuestro mercado laboral y de nuestra identidad nacional”. De este modo, se refuerza la estigmatización de las personas recién llegadas.

La perversión de las redes

Las razones de la aparición de estos populismos son múltiples. Una, sin embargo, de peso, son las desigualdades generadas a raíz de la crisis económica y social de 2008, que han permitido un sotobosque favorable para que las ideas de estos movimientos arraiguen. Lo hemos visto en Europa. También en EEUU. Pero, no se nos puede escapar las facilidades que los partidos tradicionales han otorgado a estos movimientos, flirteando con ellos para un intercambio de votos. Haciéndoslo, normalizan su ideario. De hecho, a pesar de que tengan o no representación parlamentaria, la victoria de estos movimientos de identitarismo xenófobo reside tanto en considerarlos opciones democráticas como posibles interlocutores. Lo hemos visto con VOX en España, con Salvini en Italia, con el FN de Le Pen en Francia. ¿En Catalunya todavía estamos a tiempo?

No se debe menospreciar la violencia del discurso de odio en las redes. La abogada Laia Serra explica como “las violencias en redes son violencias reales. La ciberviolència es una continuación de las violencias ejercidas fuera de línea, tiene las mismas causas y objetivos”. Y con lucidez añade: “la violencia en línea genera una victimización mayor, dado que se transmite para que todos la vean. La sensación de indefensión es muy potente”.

Según Josep Maria Carbonell, profesor de la Facultad de Comunicación y Relaciones Internacionales, “el argumentario de los populismos es sencillo y claro, sin matices”. Un discurso así adecua perfectamente a un dispositivo como, por ejemplo, twitter: de espacio limitado, rápido, de vírica expansión y de efecto adictivo. Un dispositivo que por su diseño casi facilita el insulto, la grosería, el pico gordo.

Por ello, como escribe José María Carbonell, las redes se convierten en “verdaderas trampas, una especie de caballos de Troya, de la democracia y de la libertad”. Lo hemos visto con el asalto al Capitolio. Lo hemos visto con los tuits de Josep Sort y Albert Donaire, cuando tacha de “nyordos” y “colonos” los contrarios a la independencia. De hecho, las redes sociales son las ventanas que emplean estos populismos para hacer llegar sus mensajes a la esfera pública, parasitando con insultos, descalificaciones y violencia. Como escribe Daniel Gamper, “la cultura del civismo democrático enseña la cautela y la prudencia en la manifestación de las ideas”. ¿Piensa un Donaire o un Sort antes de teclear con el dedo un tuit?

Parte de este uso de las redes se fundamenta en una idea pervertida de la libertad de expresión. Tenemos libertad de expresión porque, finalmente, no estamos protegiendo el derecho a hablar, sino el derecho a la escucha. Como afirma Gamper, “se protege el intercambio donde discernimos las mejores palabras”. Dicho de otro modo: tenemos libertad de expresión para decir los mejores argumentos. Aquí radica el valor de la libertad de expresión y la voluntad de protegerla. La palabra sin el horizonte del otro se pierde. De hecho, hablamos porque hay alguien que escucha. El insulto, el tuit ofensiva, se agota en sí mismo porque pierde la referencia del otro. Su finalidad no es transmitir una idea, sino la agresión.

Los populismos se mueven en el marco de la postverdad, es decir, se alimentan de un contexto donde la verdad no importa. Más que la verdad, importa la verosimilitud. De ahí, como argumentó la periodista e investigadora Carme Colomina en una conferencia sobre los nuevos populismos en Europa, “se construyen relatos políticos a partir de percepciones, pero no de hechos ni realidades que deben corregirse”. La verdad se mueve en el plano de la complejidad, mientras que la simplificación se esparce por la época de las fake news.

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