A escala humana, las ciudades son un invento reciente. Las más antiguas aparecieron no hace más de 10.000 años y sólo desde hace 5000 comenzaron a “hacer historia” y marcar el rumbo de la especie. Hoy el territorio urbano concentra cerca del 55% de la población mundial y su colonización del planeta Tierra señala la entrada en una nueva etapa humana, el llamado Antropoceno.
Lo urbano es el espacio donde vivir y trabajar, donde soñar, crecer y morir. Pero sobre todo es zona de conflicto, superficie donde se libran las batallas que van a marcar nuestro presente y futuro. Atrás queda el viejo enfrentamiento entre campo y ciudad; hoy el campo se urbaniza y la polis es el espacio de habitación por excelencia, sometiendo con su presencia permanente todos los demás. Una de estas batallas es la que libra el capital con y contra sus habitantes, dotado de una fuerza de transformación que suma y sobrepasa la de cada individuo y, las más de las veces, la de la suma de todos. Tenemos múltiples ejemplos a lo largo de nuestra geografía, desde la especulación inmobiliaria, los “pelotazos” de las infraestructuras o las barriadas obreras.
El interés por los flujos de transformación del capital llevó a Walter Benjamin (Berlín 1892 – Portbou 1940) a investigar el desarrollo del París del siglo XIX; allí se condensaba un modelo de sociedad que se extendería luego por Europa, consistente en anular los movimientos obreros y poner los individuos al servicio del mercado. Deslumbrada por la novedad y el progreso, la ciudad de las luces ocultaba sus sombras, una prole infinita despojada de humanidad y medios de vida. La miseria refleja el lujo con una sonrisa destentada. Sumergiéndose en el archivo de la Biblioteca de París, Benjamin encontró los restos olvidados de un pasado que contaban la derrota de toda una generación.
En la reflexión de Benjamin, esta sumisión del hombre al dinero nunca habría sido posible sin la técnica, sin la revolución industrial y las tecnologías que alumbró, como la fundición de hierro, el gas, el ferrocarril, la fotografía, etc. Pero el tono característico de su lectura es que la tecnología no adquiere un valor puramente negativo o positivo. Ciertamente a ella se debe el control de esferas de la vida que previamente eran ajenas al Gran Capital. Contribuyeron a inaugurar formas de vida nuevas de las que se apropió, y a obra de Benjamin es certera en este sentido, rastreando el fin de un mundo y la génesis de otro.
Pero a diferencia de otros pensadores, como por ejemplo Martin Heidegger, Benjamin no rechaza la innovación técnica per se. La inventiva y el desarrollo tecnológico que caracteriza el siglo de las revoluciones podía y debía favorecer la liberación del hombre de limitaciones materiales y normativas. El problema no es tanto estar “a favor de la técnica/ en contra” sino en el estudio de cómo cada aporte tecnológico libera fuerzas que luego el capital intenta captar para sí. En el siglo XIX, en Europa, la batalla por lo técnico la había ganado el dinero.
Benjamin luchó con el pensamiento crítico contra el auge del fascismo y su tecnología de muerte. De no haberla encontrado en Portbou quizás el laissez faire heideggeriano no habría dominado el pensamiento filosófico posterior sobre la técnica, estableciendo una polaridad entre progreso y libertad que atraviesa toda la segunda mitad del siglo XX.
Otras batallas se libran, en otras épocas y para otras generaciones.
Una de ellas ha podido observarse estos años en el corazón de Barcelona, involucrando a Airbnb, plataforma no exenta de polémica. Vaciada la ciudad de turistas por la pandemia, se aprecian bien los frentes. Más que polemizar sobre lo correcto de este modelo de negocio, interesa señalar el componente que le ha permitido colonizar el centro de las ciudades de corte europeo, con grandes centros históricos, e instalarse en su tejido urbano. En estos años, el alquiler vacacional vía plataformas online ha tenido una rentabilidad superior al 8%, desplazando al alquiler a largo plazo como uso más atractivo de bienes inmuebles. En Venecia o en Barcelona el centro histórico es “territorio guiri” y las plataformas de alquiler su puerta de entrada.
Si apuntamos a lo técnico, lo que ha marcado la diferencia ha sido Internet. Internet ha permitido “llegar a lo más pequeño”. Ahí está la estructuras capaz de gestionar la oferta y demanda turística mundial, de modo que los pisos del Raval y del Born -espacios difíciles de la ciudad por su heterogeneidad, sus pocos servicios y su localización- se convierten en el destino de miles de turistas. Los varios lavados de cara que vivió Barcelona entre las olimpiadas y el Fórum contribuyeron a hacer atractivas esas zonas de la ciudad, pero sólo Internet permitió reunir pisos y habitaciones deslocalizadas en un mismo espacio virtual, generando una masa crítica de negocio. Por esta capacidad de conectarlo todo, que se sostiene en la iniciativa privada y el acceso de cada individuo a un terminal con conexión, Internet es el canal a través del cual el capital ha colonizado espacios de las ciudades que parecían, por su idiosincrasia, resistirse al mismo.
Pero la red no es maligna o benigna per se. Como Walter Benjamin, no debemos caer en un pesimismo hacia lo técnico y repetir la polaridad progreso/libertad del siglo pasado. Hace más de 30 años que el manga Ghost in the Shell anunció una época dorada de libertades gracias a la independencia relativa de la red respecto de toda categoría de formación de identidades previa. La misma red que satura las ciudades de turistas podría, por ejemplo, esponjarlas si se aplicara masivamente el teletrabajo (hasta un 30% del trabajo actual puede reconvertirse, dicen). Internet, como las tecnologías de siglos pasados, nació como un sueño de empoderamiento. Y como entonces, hay batallas por librar.


