«Libertad de expresión». Lo leíamos con letras manuscritas, encabezando los perfiles de una máscara teatral que llevaba la boca tapada con un rotundo tachón rojo. Elementos, estos, que componían, sobre un fondo blanco, un pequeño adhesivo de forma rectangular, el cual vimos enganchado por miles en toda Catalunya, el año 1977. La causa era que el actor Albert Boadella acababa de ser metido en la prisión por injurias al ejército.

Dos años antes también había sido encarcelado por motivos similares el periodista Josep Maria Huertas, lo que provocó la primera huelga general de la prensa. Y aún habría, en 1979, el caso de Xavier Vinader, condenado por haber publicado algunos nexos existentes entre la extrema derecha y la policía. Fue acusado de ser «autor por inducción» de unos asesinatos cometidos poco después por la ETA, como si aquel reportaje hubiera sido la causa.

El debate, en España, sobre la libertad de expresión continúa, pues, casi medio siglo después de la muerte del dictador Franco. Me llama, sin embargo, la atención la falta habitual de argumentos, en sí mismos consistentes, tanto por parte de quienes defienden los límites de esta libertad como por parte de quienes no la quieren. Los primeros pecan a mi parecer por exceso; los otros, por defecto. No le pondrían ningún límite. En ambos casos pienso que la democracia corre un riesgo.

Los cantantes Valtonyc y Hasél han sido condenados a prisión por sus letras; el segundo, por otros delitos, también. Algunas de estas letras son claramente contrarias al respeto, al menos, a la vida de los demás. Es muy grave. Pero no es menos clara la falta de respeto de muchos de quienes las condenan, con respecto a la libertad de quienes cantaron estas letras y el valor de la libertad en la democracia. Unos, deberían no haber herido con sus palabras, y los otros, con la condena de estas, hasta llevarlas a ellas y a quienes las dijeron a prisión. Estos parecen olvidar que la democracia, a diferencia de la autocracia, es un régimen de opinión; y aquellos parecen olvidar que la democracia es un régimen de paz y respeto, sin los cuales la misma opinión, sea moderada o extrema, termina no pudiendo tener lugar. Herir con la palabra se vuelve como un boomerang sobre uno mismo. En ambos casos encuentro un tensado exagerado de la cuerda sobre la que transita inevitablemente y haciendo equilibrios la democracia, a diferencia de la dictadura, que pisa firme y segura sobre un suelo de hombres y mujeres con la boca tapada.

El filósofo Joan Crexells, muerto prematuramente a los treinta años, recordó hace mucho que la democracia necesita siempre de sus defensores, mientras que en la dictadura no los necesita. «Aun en la más pequeña cuestión hay una actitud democrática a tomar», escribía en enero de 1926, poco antes de morir, en el artículo «Los problemas de la democracia». Por ello, encontramos, por un lado, que los estados democráticos, como dice el filósofo, pecan contra la democracia muchas veces cada día; pero, por otro lado, que la forma de evitarlo es la defensa que de la democracia deben hacer los propios demócratas. Como sea, y por las dos cosas, nunca se podrá decir del todo que hay una democracia plena y consolidada, por más que las leyes y la voluntad de los ciudadanos la aseguren. «Está en la realidad humana que la perfección no sea posible», qué razón tenía. La crisis de la democracia, como la que vivió el joven Crexells en los años de inicio de los totalitarismos en Europa, no es una crisis de principio, sino de los encargados de defenderla, que somos todos, pero más que nadie, los políticos: «Es en el Parlamento, en el Gobierno y en el conjunto de la administración –dice en el mismo lugar– donde están los defectos que son principalmente, según muchos, de adaptación de los órganos de Gobierno a las exigencias de los tiempos actuales».

Palabras escritas hace casi un siglo, pero aplicables seguramente a los legisladores, gobernantes y jueces actuales. De entrada, se debe evitar que nadie vaya a la cárcel por haber hecho uso de la libertad de expresión. La penalización por un uso aterrador y extremo de esta debería ser, desde un punto de vista ético y democrático, otro. La democracia, y una educación en valores éticos -la de hoy deja bastante que desear-, tienen recursos para reprobarlo y sancionarlo por otros medios. Sólo en casos gravísimos, en que se pasara de las palabras a los actos, o que las palabras comportaran estos de manera claramente previsible, se debería proceder a una censura legal y a posteriori de los actos, nunca como censura previa. Pero este es el último e indeseable recurso. Como es también, o debería ser, último e indeseable recurso el hecho de que en una democracia se empleen expresiones amenazantes de la vida de los demás, habiendo, o pudiendo existir, otras vías mejores que el exabrupto, la intimidación o la llamada a hacer daño.

No se pueden condenar en sí las expresiones. Veamos: las expresiones no son actos. Algunas sentencias las califican de «hechos», pero juristas y magistrados saben que los delitos se refieren a actos y sólo a estos, no a declaraciones ni a expresiones en general. Si las quieren llamar «hechos», también serían un hecho los sueños, o las obras de arte que representan un crimen, por ejemplo el cuadro de Caravaggio «Judith y Holofernes». Pero no son actos. ¿Qué actos se cometen en el uso extremo y lesivo de la libertad de expresión para poder identificarlos como delitos? La inmensa mayoría no lo son. No pongamos las manos sobre las palabras ni las esposas a quienes las dicen. Por eso debe haber una extrema prudencia a la hora de condenar este uso abusivo de las palabras -son sólo palabras-, porque sentenciaríamos de paso a la democracia misma.

hay una extrema prudencia a la hora de condenar este uso abusivo de las palabras -son sólo palabras-, porque sentenciariamos de paso la democracia misma

La primera defensa filosófica de la libertad de expresión se atribuye a Spinoza, en el siglo XVII, y la primera, ya en el orden político, se debe, un siglo después, a la Constitución de los Estados Unidos y su Primera Enmienda: no se hará “ninguna ley limitando la libertad de expresión” (abridging the freedom of speech). En ciencia política, el referente clave e indiscutible viene en el siglo siguiente, con la publicación del libro Sobre la libertad (1859), en especial en su capítulo segundo, obra del pensador y político liberal John Stuart Mill: “Si los argumentos de este capítulo tienen alguna validez, debería existir la libertad más plena de profesar y debatir, en materia de convicción ética, cualquier doctrina, por más inmoral que fuera considerada”. A partir de Mill se entiende que la libertad de expresión es tanto un derecho individual como un bien social. Al fin y al cabo la libertad de expresión es una subclase de los Derechos Humanos.

Pero sólo el desconocimiento y la irresponsabilidad nos deberían hacer pensar que la libertad es siempre ilimitada («La libertad absoluta es la libertad de matar», escribió Albert Camus), y que la libertad de expresión, por más esencial que sea y por más que tenga que ser escrupulosamente respetada, es también absoluta y nos permite decirlo todo. ¿Podemos decir todo lo que queramos, como queramos, a quien queramos, y cuando y donde queramos? Por lo menos por sentido común, lo primero que pensamos en contestar es: no. Que tengamos, por ejemplo, el derecho a la libertad ambulatoria no implica que haya también el derecho a circular y aparcar en el área de las ambulancias de un hospital. A poco que lo pensemos, nos daremos cuenta de que una interpretación superlativa de los conceptos de libertad y de derecho es un riesgo para la existencia de ambos. Que cada uno se tome la libertad y el derecho según su gusto o conveniencia ni es un principio sostenible, ni es útil en la práctica. El conocimiento de sus consecuencias, y la responsabilidad, son el único freno posible a la incontinencia de creerse con un derecho y una libertad ilimitados. «La lengua no tiene huesos, pero rompe de muy grandes», oímos decir a una campesina, quejándose de las maledicencias de la gente de su pueblo.

El conocimiento de sus consecuencias, y la responsabilidad, son el único freno posible a la incontinencia de creerse con un derecho y una libertad ilimitados.

En el mismo libro de Mill, leemos: «El único propósito por el cual el poder puede ser ejercido legalmente sobre cualquier miembro de una comunidad civilizada y contra su voluntad es la prevención de dañar a los otros» (to prevent harm to others). En estos casos, y sólo en estos, es decir, cuando se hace un uso de la libertad de expresión claramente lesivo o perjudicial (harmful) para terceros, esta libertad puede ser lícitamente restringida. Y entendemos por «terceros» no sólo la persona o personas físicas lesionadas por una expresión, sino, igualmente importante, la democracia misma, los derechos y las libertades que deben ser garantizados, porque con ellos le va a la democracia su propia pervivencia. La democracia es un juego de equilibrios constante, en este caso entre el derecho a expresarse y el derecho a no ser perjudicado por la expresión de otro. Sólo hay que recordar y estar de acuerdo con la Declaración Universal de los Derechos Humanos para esperar lo mismo de cualquier sociedad. Es cierto que su artículo 19 dice: «Todo el mundo tiene derecho a la libertad de opinión y expresión». Pero ya en el tercero afirma: «Todos tienen derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de la propia persona». En caso de conflicto entre ambos derechos, debe prevalecer éste sobre aquél, y parece que con bastante razón, porque la vida precede a la opinión. Una eventual y siempre justificada restricción de la libertad de expresión, sólo en el supuesto de lo que voy mencionando -que lesione claramente a terceros-, podría ser, pues, considerada consecuente con la democracia y los derechos de los ciudadanos. El único objetivo legítimo de la limitación de la libertad de expresión es evitar o detener la comisión de una lesión muy grave, claramente identificable y previsible, contra la persona de un tercero.

El único objetivo legítimo de la limitación de la libertad de expresión es evitar o detener la comisión de una lesión muy grave, claramente identificable y previsible, contra la persona de un tercero.

Con todo, hay que ser cuidadosos con el concepto de lesión y su aplicación. Tampoco se puede hacer una interpretación superlativa. Si no se tiene muy claro qué es «lesión» se produce la minimización a la hora de juzgarla o, a partes iguales, se tiende a exagerarla. La lesión por un uso determinado de la libertad de expresión se referirá a un perjuicio a terceros, ya lo he dicho más arriba, y que sea claramente identificable, y previsible, así como que se trate de un perjuicio muy serio o severo. Hay ofensas e injurias, quizás la mayoría, que tenemos el derecho y el deber de reprobarlas moralmente. Habrá muchas, en cambio, que por infames que sean, y por respeto a la libertad de expresión, no las podremos censurar desde un punto de vista legal. Por ejemplo, la mayoría de las que se lanzan contra las altas magistraturas y las instituciones. Aparte de esto, muchas personas no se sienten ofendidas y las instituciones mismas generalmente ignoran las ofensas. Cuanto más fuertes y legítimas son democráticamente, menos se sienten «atacadas». La tolerancia es una virtud y debería ser un hábito de la democracia.

Pero habrá algunas expresiones que sí merecerán seguramente la censura legal: por ejemplo, la divulgación del racismo y la xenofobia, o la pornografía y la propaganda del consumo de drogas entre los niños y adolescentes. Y aquí entramos en lo más debatido: en la naturaleza de la lesión. ¿Qué clase de expresión lesiona o daña a otro? No es lo mismo ver lesionados el honor, la intimidad o la propia imagen, y los derechos civiles en general, como bien defiende la Constitución Española en su artículo 20, que la lesión de la vida y la integridad misma de la persona, cuando estas son amenazadas por determinadas expresiones: «Que alguien clave un piolet en la cabeza de José Bono», dijo Pablo Hasél. Tampoco nos gustaría, ni al mismo Hasél, salir de casa y leer en la pared nuestro nombre, en el centro de un blanco y diciendo a continuación: «Tú el siguiente». Es, ciertamente, una expresión, pero una expresión que, como algunos tuits, incita a un acto, y que, según las circunstancias, este puede ser un acto desgraciadamente previsible y ejecutado.

habrá algunas expresiones que sí merecerán seguramente la censura legal: por ejemplo, la divulgación del racismo y la xenofobia, o la pornografía y la propaganda del consumo de drogas entre los niños y adolescentes.

La severidad o seriedad del perjuicio causado en determinados usos extremos de la libertad de expresión se medirá, pues, por las evidencias o indicios de riesgo que una incitación a la acción constituya una llamada a ejecutarla, es decir, que sea claramente una amenaza. Entonces la expresión ya es prácticamente en sí misma un acto y es tipificable como un delito. Por otra parte, añade gravedad a una amenaza el hecho de que sea expresada, más allá de por un individuo solo, por un grupo organizado y de naturaleza criminal, y también que más allá de unos mensajes aislados o en conjunto inconexos, forme parte de un ideario programático o doctrinal, como el de los grupos terroristas o de movimientos que promueven la homofobia o el supremacismo, justifican el antisemitismo o excusan el genocidio. La legislación británica prohíbe las publicaciones que expresan odio racial y la alemana aquellas que niegan el Holocausto.

El Código Penal español, en el artículo 578, prohíbe todas aquellas manifestaciones que enaltezcan o justifiquen el terrorismo, lo que entra también en las lesiones graves. Pero de este artículo se pide la revisión, por el amplio margen de interpretación que se pueden reservar los tribunales. De hecho, este margen existirá en todas partes y en todo tiempo, siempre que se haya de interpretar qué significa en muchos casos un perjuicio o una lesión, fuera de aquellos que atentan claramente contra la vida o la integridad física de la persona. Es posible que unos magistrados hagan una lectura amplificada y otros restringida, como puede pasar a la hora de juzgar qué es «lenguaje de odio» y qué no lo es. No siempre hay evidencias de cuando un discurso o unas manifestaciones manifiestan odio o no lo hacen. A veces pueden expresar odio y no dañar al otro, o éste no sentirse dañado.

En definitiva, no se discute el principio de la libertad, ni el de la libertad de expresión, en particular. Debatimos, y el debate no se cerrará nunca, sobre la aplicación de este último en situaciones particulares, y si hay un motivo por el que algunas veces esta libertad será restringida, nunca prohibida. En tiempos del franquismo existía la censura previa. En la democracia actual, sólida, pero imperfecta como todas, lo que es y debe ser previo es la tolerancia. Y ello, tanto para evitar las malas consecuencias (consecuencialismo ético) de una censura injustificada, como para que, por definición, la democracia es o deba ser (deontologismo) el régimen de todas las opiniones.

Share.
Leave A Reply