La democracia es un juego de equilibrios. Entre derechos y deberes. Lo estamos viendo con el llamado ‘caso Hasél’ y la diversidad de crisis que ha puesto en evidencia. La primera crisis hace referencia al concepto de libertad de expresión. ¿Los insultos y amenazas que lanza el rapero en sus canciones y tuits, están amparados por el derecho?

La primera respuesta es que en ningún caso las palabras deberían llevar a nadie a la cárcel en una democracia. La segunda respuesta es que, precisamente, la libertad de expresión es la que nos permite escuchar a los jóvenes que muestran estos días su desesperanza, víctimas de falsas promesas, de crisis repetidas y de un interminable año de pandemia. ¿Pero, y si de las palabras se pasa a los hechos? Aquí tampoco tendríamos ninguna duda. Las acciones son delito cuando implican daños para las personas. El primero que lo sabe es el mismo Pablo Hasél, que desde 2011 acumula sentencias por injurias (palabras), pero también por actos como la agresión a un periodista de TV3.

El execrable contenido de los mensajes de Pablo Hasél pone muy difícil defender la libertad de expresión en su nombre, y conviene tener la cabeza fría para recordar que estamos ante un derecho consustancial a la democracia. ¿Pero tiene límites este derecho? ¿Podemos decirlo todo? ¿Podemos hacer, por ejemplo, un discurso racista, xenófobo o contrario a la igualdad de género? ¿O qué represente una amenaza para la necesaria protección de los niños? ¿Qué ponga en peligro, en definitiva, las libertades y conquistas de la democracia?

Para buscar las respuestas, debemos recordar que la democracia tiene la necesidad de defenderse como sistema de libertades y tiene la obligación de proteger los derechos de sus ciudadanos. Es decir, las instituciones deben estar muy atentos para detectar cuando hay un riesgo evidente de ‘pasar de las palabras a los hechos’.

Si una proclama racista (palabras) acaba con el asalto (acciones) a una residencia de menores no acompañados, entonces tenemos que estar muy atentos a las palabras. Si el continuado discurso de confrontación (palabras) de Donald Trump acaba con el asalto al Capitolio (hechos), la democracia tiene un grave problema. O, en el caso que nos ocupa, debemos tener claro que el ataque con cócteles molotov a una furgoneta de la Guardia Urbana (¡con un agente en su interior!), o el saqueo de comercios no pueden ser amparados por el derecho a la manifestación. Ni las malas praxis policiales, justificados en nombre del bien superior de la seguridad.

Si levantamos la mirada, debemos diferenciar de forma clara el derecho a la libertad de expresión y el riesgo de generar un discurso de odio. Alemania goza de uno de los sistemas de libertades más avanzados del mundo. Pero puso un límite muy claro: está prohibido negar el Holocausto. Porque sabe que las acciones (el exterminio de seis millones de judíos) comenzó con palabras propagadas por una minoría (los nazis) que prendieron en una mayoría social. Del mismo modo, la historia reciente hace que España, que durante cuarenta años sufrió a ETA, tenga una legislación específica contra la apología del terrorismo.

Boban Minic, que se exilió con su familia en Catalunya cuando ya no pudo seguir ejerciendo de periodista en radio Sarajevo, siempre nos recuerda la necesidad de «cuidar mucho las palabras». En Sarajevo, la ciudad que simbolizaba la convivencia entre religiones, culturas y orígenes, veían cómo, desde Serbia y Croacia, los líderes políticos y los medios de comunicación iban subiendo el tono de las palabras, hasta que se convirtieron en hechos: guerra, crímenes, asedios, limpiezas étnicas.

Una de las grandes tragedias contemporáneas de la guerra de Bosnia (1992-1995) fue el genocidio de Ruanda, con un millón de muertos. La emisora ​​de radio Des Mille Collines se dedicó a envenenar a la mayoría hutu contra la minoría tutsi, hasta que dio por antena la consigna final que desencadenó el genocidio (abril-julio de 1994). Bosnia y Ruanda ejemplifican hasta donde puede llegar el discurso del odio, alimentado por el poder y medios de comunicación sin escrúpulos.

Es un discurso que se sabe cómo empieza, pero nunca como acaba. Por ello es imprescindible que existan mecanismos democráticos para detectarlo y combatirlo. Con la educación; generando argumentos alternativos, con la implicación del conjunto de la sociedad. Y prestando una especial atención cuando estos discursos del odio tienen potentes altavoces, porque se trata de proteger a los vulnerables, a los débiles, a las minorías, y no a los que ya tienen la fuerza de las instituciones.

El problema no es Hasél. La verdadera causa es la libertad de expresión con mayúsculas; la protección contra los discursos del odio, y el grito de alarma de los jóvenes que reclaman menos palabras vacías y más hechos para garantizar un futuro que ahora no tienen.

Este artículo ha sido publicado originalmente en Diari de Tarragona

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