Joan Canadell, número dos de JxCAT | Press Cambrabcn (CC BY-SA 2.0)

El independentismo, hoy, es hegemónico en Catalunya. Y lo es por razones obvias. La primera, porque el independentismo gana elecciones. Los dos últimos gobiernos han sido gobiernos independentistas, y seguramente lo sea el tercero. Al tener las principales instituciones catalanas bajo control, el independentismo también deja huella en los principales medios públicos de comunicación, como TV3 o Catalunya Ràdio. No es nada extraordinario. La dirección de estos medios son escogidos por los partidos políticos que están en el gobierno, y esto condiciona inevitablemente el trasfondo ideológico de sus contenidos. Pasa lo mismo con TVE y el PSOE, o  con Telemadrid y el PP.

La hegemonía independentista, viva durante casi una década, ha tenido un impacto importante en el lenguaje diario. Ha inventado nuevas palabras y ha cambiado el sentido de algunas otras. Palabras como “Procés” o “ñordo”, o bien no existían hace diez años, o significaban cosas completamente diferentes.

El lenguaje nunca define la misma cosa para todo el mundo. Tampoco define la misma cosa para un mismo, puesto que el significado de las palabras muta con el tiempo. Tal como nos enseñó la “deconstrucción” de Jacques Derrida y la teoría que vinculaba lenguaje e inconsciente del psicoanalista Jacques Lacan, un significante siempre refiere a otro significante.

Un ejemplo: si le hubiéramos preguntado a un ciudadano aleatorio del Estado, veinte años atrás, (fuera vasco, extremeño o catalán) qué significaba la palabra “Monarquía”, seguramente hubiera respondido, por vinculación con el contexto de la época, algo muy diferente de la que respondería hoy en día. Quizás, veinte años atrás, monarquía se habría identificado con Juan Carlos I, y, este, con la idea de salvador de la patria y defensor de la democracia. Es decir, que la consideración que tengamos de la monarquía española no solo alcanza la monarquía española, sino el concepto mismo de monarquía. Hoy, pero, si repetimos el mismo experimento, es muy probable que nos encontremos en un lugar muy diferente, puesto que el circuito de asociaciones de la palabra “monarquía” nos dirigirá hacia otros significantes: ladrones, borbones, opresión histórica, etc.

Hecha esta introducción, nos preguntamos: ¿qué significa ser acusado de “español” en Cataluña hoy en día?

Lo primero que habría que decir es que considerarse español/a significa adscribirse a una identidad, a un patrimonio cultural determinado, a una serie de relatos y mitos que gravitan alrededor de la idea de España. Es similar a considerarse catalán, francés, o saharaui.

Uno puede considerarse español y ser comunista. O falangista. El eje ideológico, a priori, no afecta en nada, pues la identidad “España” no está necesariamente circunscrita a un paquete de políticas concretas, ni tampoco a una idea pre configurada de lo que significa España. Esto no impide que ciertos conceptos estén más o menos hegemonizados por una determinada visión política. También es posible.

Ahora bien, el uso de la palabra “español”, en la era del Procés, obtiene unos matices casi paradójicos dependiendo de quién lo emplee y a quién la dirija.

La palabra “español” a menudo se utiliza de manera despectiva por una parte del independentismo hacia un tercero. Pero este tercero que recibe el supuesto insulto no es aquella persona que se identifica con la identidad “española”, sino, curiosamente, aquella persona que rechaza adscribirse a una concepción cerrada de lo que significa “independentista”. De hecho, decirle “español” o “españolista” a alguien que se identifica con la identidad “España” no provocará en la persona ningún tipo de agravio ni perjuicio.

No es posible comprender el sentido actual de la palabra “español” sin entender el reverso que le da sentido. Atacar a alguien de españolista no es nada más que decirse a un mismo: “yo soy el contrario de lo que representas, y como yo soy independentista y el independentismo es una cosa buena, tú representas el enemigo”.

Joan Canadell, número dos de JxCAT, a menudo utiliza la palabra “español” en este sentido. O Josep Sort, que tuvo que renunciar a su posición en las listas electorales de JxCAT por hacer un tuit donde tildaba a la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, de “puta histérica española”.

Si como hemos dicho la palabra españolista no se emplea hacia personas que se adscriben a la identidad española es porque esta persona pensará lo mismo, pero invirtiendo los términos. Es decir: “yo soy el contrario de lo que representas, y como yo soy español y España es una cosa buena, tú representas el enemigo”.

Entonces, ¿cuál es la intención de este supuesto ataque si la persona que se identifica con el significante “España” es inmune a él?

Pueden ser dos cosas: o bien la de señalar aquellos que rechazan identificarse plenamente con uno de los dos bloques, o bien señalar a aquellas personas que, dentro del independentismo, son consideradas como “dudosas” de representar plenamente el ideal independentista de aquella persona que confiere el hipotético improperio.

Uno de los personajes públicos a menudo tildados  de “españolista” – además de Ada Colau – es Gabriel Rufián. Aquí el elemento paradójico del término, puesto que Gabriel Rufián pertenece a ERC, un partido independentista. Así pues, la intención de la palabra “español”, en el contexto descrito, es el de delimitar una frontera clara entre buenos y malos, generando uno “otro” absolutamente ajeno a un mismo.

Esto tiene una utilidad por gente como Joan Canadell o el misógino de Josep Sort: llenar de sentido peyorativo la palabra “español” y contribuir a generar una identidad de grupo dentro de aquellos que se identifican como “no – españoles”.

Teniendo en cuenta que esta palabra consolida la idea de que unos son “buenos” y los otros los “malos”, ya no hay que argumentar porqué “independentista” es una cosa buena y “español” es una cosa mala. Solo hay que decir la palabra.

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