A ambos lados del atlántico las posturas y medidas sobre cómo hacer frente al desafío de China son muy diferentes. En Europa se espera que la administración Biden tendrá una actitud mucho más amistosa con Pekín. No será así. Biden ya anunció que sería más duro con China que anteriores gobiernos de los Demócratas. El FBI abre una investigación sobre espionaje económico y tecnológico por parte de ciudadanos o entidades chinas en los EE. UU. cada cinco minutos (hay un total de 2.000 investigaciones en marcha).
Washington tampoco acepta la actitud beligerante de Pekín en el mar de China meridional. A pesar de la sentencia contraria de la Corte Permanente de Arbitraje (2016), China sigue construyendo bases militares en muchas de las 2.000 islas del mar. Pretende que el 90% del mar esté bajo su control, vulnerando las aguas territoriales de Filipinas, Malasia, Brunéi, Vietnam y Taiwán. Por las aguas del mar de China meridional transitan barcos de mercancías que transportan una tercera parte de los bienes que se comercian en el mundo.
Los Estados Unidos también censuran la represión china en Hong Kong y su apoyo a las dictaduras de Corea del Norte y Venezuela. La estrategia Made in China 2025, aprobada por el Partido Comunista chino, ha otorgado 200.000 millones de dólares en subvenciones a empresas tecnológicas nacionales, en contra de las normas de la Organización Mundial del Comercio (OMC).
Washington i Bruselas no se pondrán de acuerdo completamente sobre como tratar con China. La UE firmó un acuerdo de inversiones con China a finales de diciembre a pesar de la petición de Biden de esperar al hecho que tomara posesión. Europa es mucho más receptiva a la inversión de China, aunque facilite la penetración y espionaje de la segunda economía mundial. Pero al menos los Estados Unidos y la Unión Europea pueden adoptar algunas posturas comunes.
La coordinación entre los Estados Unidos (EE. UU.) y la Unión Europea (UE) de las políticas relativas a China sí que es factible en las instituciones internacionales como la ONU, el Banco Mundial y los bancos regionales de desarrollo. El Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial modificaron sus estatutos para reflejar el peso más grande de China en la economía internacional. Concretamente, la cuota de China a ambas instituciones se elevó y es ahora la segunda más alta después de la de los Estados Unidos. La cuota de un país al FMI y en el Banco Mundial determina qué cantidad de financiación hay de aportar en el capital de las instituciones. Pero una cuota más alta también comporta tener más votos, más acceso a la financiación de las instituciones (en caso de un déficit en la balanza de pagos) y más Derechos Especiales de Giro (DEG), una reserva del FMI que distribuye periódicamente. El yuan chino se incluyó en la cesta de cinco monedas que componen el DEG.
El peso más grande de China en los bancos internacionales de desarrollo y al FMI, así como su nivel de renta mucho más elevado, ha comportado que muchos piensen que no tendría que recibir fondo para proyectos de desarrollo que tendrían que estar reservados para los países más pobres. Pero China sigue beneficiándose de financiación para el desarrollo, asistencia técnica y seguro para sus proyectos de desarrollo por parte del Banco Mundial y los bancos de desarrollo regionales.
Los Estados Unidos y la UE tienen la oportunidad y la autoridad moral para exigir a China que utilice los criterios de los bancos de desarrollo cuando invierte en otros países emergentes o en vías de desarrollo. Concretamente, nos referimos a las normas, estándares y regulaciones laborales, medioambientales, de lucha contra el cambio climático, de eficiencia energética, de gobernanza corporativa y de lucha contra la corrupción que el Banco Mundial, los otros cuatro bancos de desarrollo regionales, EE. UU. y la UE exigen cuando financian o aseguran un proyecto a países emergentes o en vías de desarrollo.
EE. UU. y la UE tendrían que presionar a China para que se convierta en miembro del Acuerdo sobre Contratación Pública de l´OMC, del Club de París de acreedores oficiales y del Comité de Ayuda al Desarrollo. La ausencia de Pekín de estas instituciones permite que lleve a cabo inversiones en países emergentes y en vías de desarrollo que no cumplen las normas internacionales.
La adopción de políticas comunes entre los EE. UU. y la UE respecto a China es menos difícil en estos momentos por el hecho que una mayoría creciente de la ciudadanía tiene una opinión negativa de la potencia asiática. Un estudio del prestigioso Pew Research Center publicado en octubre de 2020 mostró que en los 14 países donde se realizaron entrevistas la mayoría de la población tiene una opinión negativa de China. La actual percepción negativa de China en Australia, Reino Unido, Alemania, Países Bajos, Suecia, Estados Unidos, Corea del Sur, España y Canadá ha logrado el nivel más alto desde que el Pew Research Center empezó a realizar este sondeo hace más de diez años.
No se trata de castigar o buscar el enfrentamiento con China, a menos que actúe de manera beligerante. Desde que entró en la OMC el 2001 y se creó lo G20, las democracias occidentales han intentado que China se convierta en un actor clave y responsable de la gobernanza mundial. Pekín no lo ha hecho. Como mínimo, EE. UU. y la UE tienen que coordinar sus políticas respecto a China para presionarla a abandonar sus prácticas más nocivas. La relación económica transatlántica es la más profunda del mundo. EE. UU. tiene un stock acumulado de inversión extranjera en la UE tres veces superior que la que tiene en toda Asia. El stock de inversión extranjera de la UE en los EE. UU. es siete veces superior al que acumula con China e India.
*Alexandre Muns Rubiol es doctor en Economía y profesor, EAE Business School


